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La gran mentira de la “media naranja”

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Juan Ávila Estrada - publicado el 08/07/13

Ni somos seres incompletos buscando la “otra mitad”, ni hay que “exprimir” al otro en nombre del amor

Cuando de hablar de amor se trata todos tienen la palabra; de cuando en cuando hacen carrera entre nosotros frases estereotipadas que intentan resumir el significado de una relación de esposos o de novios, las repetimos como si hubieran salido de una mente prodigiosa iluminada por Dios, las erigimos como  ideas dignas de ser grabadas en mármol para que nunca se pierda la herencia a nuestros descendientes. Lo que no siempre nos percatamos es en lo ocultamente perverso que puede haber en la llamada “sabiduría popular”.

¿Te has puesto a pensar que cuando hablamos de la pareja lo hacemos diciendo que es nuestra “media naranja”? Esa es la figura más dañina que hay de lo que significa una relación verdadera. Primero, porque creemos que somos seres incompletos, que sólo otra persona nos completa, cosa que no es verdad pues cada ser humano ha sido creado por Dios con una unidad interior inquebrantable y completa en sí misma, también porque has de recordar que las naranjas sólo sirven para exprimir  y que el bagazo que queda lo botamos rápidamente a la basura.

Segundo, porque la figura quiere expresar algo que no es cierto y es el hecho de hacerte creer que encontraste a alguien que es “idéntico” a ti, como si te hubieran partido y te pusieran a buscar por el universo a aquella persona que sólo ella te puede hacer feliz porque es la única que es tu exacta mitad.

¿Ves lo peligroso de la figura? Verse de esa manera es sinónimo de explotación humana, de exprimirse mutuamente hasta que de la otra persona no saquemos nada y de ahí es donde decimos que se acabó el amor. Verse así es condenarse  a ser  infeliz por siempre a convencernos que existe UNA SOLA persona sobre la tierra capaz de colmar nuestra felicidad. ¡Qué desgracia tan grande! Y, si justo esa persona ¿no quiere nada con nosotros? ¡¡¡Dios, dame la muerte!!! ¿No podré ser feliz jamás? Ese es el engaño de la fantasiosa frasecita.

Los humanos hemos sido creados por Dios de manera única e irrepetible, cada uno es un ser completo. Cuando Dios hizo a la mujer para el hombre no fue para que lo completara sino para que lo “complementara” para que en medio de la donación mutua, de la oblación mediante el amor, ambos alcanzaran la cúspide del amor en Cristo. Lo que existe en el amor esponsal es una entrega “asimétrica” puesto que cada uno aporta desde su naturaleza y desde su psicología lo que es. El modo de amar masculino no es idéntico al femenino y si ambos no son conscientes de esto entonces tendrán expectativas mutuas que no serán nunca colmadas. Ella espera de él, algo que por su estructura no puede ni sabe dar y él espera de ella la misma estabilidad emocional y racional que descubre en sí mismo. Ambos no son capaces de amar de “la misma manera”, lo que pueden es amar del modo más perfecto desde lo que son.  El hombre y la mujer NO aman igual. ¿Me lees? NO AMAN IGUAL.

La naturaleza masculina y femenina son idénticas en su dignidad pero distinta en su forma de ser. El sólo hecho de no comprender los cambios hormonales en una mujer llevará al hombre a la angustia de encontrarse de cuando en cuando una esposa  que le puede resultar desconocida, alguien a quien “no entiende”, con ánimo inestable, temperamento pendular.  Esposas que no comprenden cómo es que su marido no se ha dado cuenta de su nuevo vestido, del aniversario matrimonial, de la cita en casa de la abuela.

Es que nos han hecho daño con frases que suelen sonar muy bellas al oído pues ¿a quién no le gusta escuchar que alguien le dice que es su mitad perdida? Pero ahí es donde está el reto del discernimiento. No hay “media naranja”, nadie tiene la responsabilidad de llenar vacíos ajenos que no han sido ocasionados por sí mismos; es una enorme carga creer que tenemos la obligación de brindarle felicidad a la otra persona y que sólo yo y nadie más que yo puede hacerlo.

Me gusta más pensar en seres completos que deciden unir sus vidas mediante un acto de oblación supremo en el amor, para de esta manera “atarse”, perder su libertad individual  y encontrar un nuevo modo de ejercerla pero de modo comunitario, con un compañero de camino con alguien que tiene el mismo horizonte que tienes  y que juntos pueden  tender hacia él. Me gusta creer en dos seres de unidad interior que se unen para hacer de dos “uno solo” sin que sea una relación simbiótica ni de dependencia afectiva, dos que se vuelven uno porque la esencia misma del matrimonio exige que su amor sea tan irrevocable que sea comprometido y unificador sin ser uniformador. Me gusta pensar en el amor de esposos que ha sido estructurado por Dios y ha permitido que dos seres, tan distintos espiritual y psicológicamente, puedan superar sus diferencias precisamente en Cristo, que es el único capaz de crear convivencia y romper individualismos.

Nada de “media naranja”, témele a quien te mira de esa sutil forma explotadora y desgastante, porque cuando sientan que vivieron tan lócamente su vida que hicieron de ella  un “jugo” que sólo pudo saciar la sed unas cuantas horas, entonces se hartarán el uno del otro y dirán como todos: se me acabó el amor.  Las frutas no suelen tener “zumo” por siempre. Pero el amor verdadero es indudablemente para siempre. 

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