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Cultura del botellón: ¿Por qué beben nuestros jóvenes?

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Marcelo López Cambronero - publicado el 28/06/13

Oblómov y el vacío existencial: qué hacer cuando la vida no te ofrece razones para vivir

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Oblómov es uno de los personajes paradigmáticos de la novela rusa, al que se podría calificar como “el eterno adolescente”. Vive casi exclusivamente dentro de su habitación, durmiendo tanto como puede, sin decidirse a hacer nada, porque la vida nada le ofrece. Está aburrido, cansado, no tiene ni idea de a qué dedicar su tiempo libre y ha decidido aletargarse y esperar cansinamente a que las horas se le escapen de las manos.

¿Por qué traigo a colación a este extraño personaje que tarda ciento cincuenta páginas de la novela de Goncharov en salir de su cuarto? Porque nuestros adolescentes, contra lo que suele decirse y pensarse, no es que no quieran hacer nada, no es que se pasen los fines de semana viendo la televisión hasta que llega la hora de salir al botellón o a los “pubs” porque sean perezosos. No, señores, no es así.

Lo que pasa es que no tienen nada que hacer porque les hemos hecho venir al mundo para convencerles de que vivir no vale la pena.

Asumir responsabilidades familiares y laborales, tener la cabeza en su sitio y ganarse el pan que uno se lleva a la boca no son los elementos que constituyen la madurez de un hombre o una mujer de nuestro tiempo, ni de ningún otro. Estas son las consecuencias naturales de otro proceso que se pone en juego en la adolescencia y que será determinante para el devenir de cada persona: acoger el sentido de la vida.

Oblómov es el paradigma del eterno adolescente porque no ha comprendido para qué vive, no tiene ningún objetivo al que mirar y, por lo tanto, ha perdido la capacidad de asombrarse, de entregarse, de construir. Ha perdido toda esperanza y eso, como Dante bien sabía, es el infierno. No sabe qué hacer porque no comprende por qué motivo tendría que hacer algo.

La adolescencia es la etapa en la que la persona ha de hacer cuentas con el sentido y fines de la vida. La diferencia fundamental con la niñez es que el joven quiere coger él las riendas, comprender por sí mismo lo que merece la pena y adherirse a ello libremente.

Descubre que no le vale con depender de los criterios y modelos de los padres. Tal vez pasados unos años retorne a esos patrones, pero él o ella desea hacerlo desde una posición que le sea propia, quiere alcanzar una atalaya que le ayude a orientar su destino, y es justo que así lo haga.

La pregunta no es cómo evitar que los chavales beban, sino si hemos sido capaces de ofrecerles un significado del mundo y del devenir humano que les haga empeñarse en la vida en lugar de afirmar que no hay nada que alcance a sus mullidos corazones.

Si no creen en el amor duradero, en la entrega por los hijos, en un trabajo que les haga crecer y dar lo mejor de sí, si les hemos castrado su exigencia de plenitud diciéndoles, más con nuestros actos que con nuestras palabras, que no se puede esperar nada más allá de un run run rutinario, desengaños, amores pasajeros y moralismos impuestos desde el poder, ¿qué les cabe esperar?

No vamos a engañarles: entienden perfectamente que así la vida es una condena. Nos miran a los ojos, resignados, hundidos, y nos preguntan: “¿No tienes nada mejor que ofrecer?” Al ver cómo bajamos la cabeza, piensan: “¡Pues sírvame otra copa!”.

Los psicólogos, de un tiempo a esta parte, tienden a buscar explicaciones sobre los comportamientos de los seres humanos que no tienen en cuenta un dato esencial, y es que el hombre no sólo quiere pasar sus horas en la tierra, sino que siente la exigencia de dedicarlas a algo extraordinario.

En la adolescencia, más que en ninguna otra etapa, el joven anhela un significado de la vida que responda al enorme grito que brota de sus entrañas.

Los especialistas en encuestas y dictámenes sociológicos vendrán a decirnos que resulta que el chiquillo bebe porque quiere integrarse (y es verdad), que busca patrones de comportamiento adulto fuera del hogar (cosa cierta), y que pretende dejar atrás su niñez (también en esto tienen razón); pero se quedan en argumentos, como estos, apenas secundarios.

La realidad es que los adolescentes beben, se evaden el fin de semana y, entre tanto, se aburren, porque no han encontrado nada en lo que merezca la pena emplear sus fuerzas, sus potencialidades, y por eso se sumergen en la ociosidad cayendo en lo que Víctor Frankl denominaba “vacío existencial”.

Hay que llamar a las cosas por su nombre: la mayor parte de los adultos se han acostumbrado a amodorrarse en el mismo rincón oscuro al que sus hijos están cayendo, sólo que a veces disimulan, y tal vez pase también que no tienen quien les mantenga.

De hecho, los que tienen quien les dé el pan, la sal y la cama terminan por no irse de casa hasta que no les echan, si es que pueden echarles. Los jóvenes siempre son la verdad de la vida adulta que se nos escupe a la cara, el espejo más coherente de nosotros mismos.

¿Cómo podemos actuar? Si los padres pensamos en nuestro interior que la vida termina con la muerte, que no hay nada más, y que no es posible creer en que estemos llamados a una vida grande, plena, estamos indefensos.

Justo sucede al contrario si usted, lector, es de los pocos que no se ha vuelto escépticos o cínicos. En ese caso tendrá la casa abierta a los amigos, procurará que sus hijos se relacionen con los hijos de aquellos que pertenecen a la misma extraña especie, esa de quienes están encantados con la realidad, literalmente, y mirará a las estrellas pensando que todavía su corazón es mayor que la inmensidad del espacio sideral.

Entonces habrá procurado enseñarles a sus vástagos que existen fines grandes en la vida -incluso más grandes y más valiosos que la vida misma- por los que merece la pena sacrificarse, por los que es un gozo sacrificarse.

Si es así, no se preocupe. Sus retoños tomarán del cáliz de la sociedad contemporánea, porque han de perseguir su propia autoconciencia del mundo, y arrojaran la amargura al poco tiempo.

¡Ah! Pero si usted, sin embargo, ha creído que el adormecimiento que provoca el consumo era la respuesta adecuada a las necesidades de sus pequeños y no les ha enseñado el valor del esfuerzo, ni que hay metas elevadas de las que podemos esperar, confiar, que nos traerán un gozo equivalente al ciento por uno, no se queje si sus hijos responden exclusivamente a dichos parámetros y dedican todo el tiempo que puedan a huir de la realidad, puesto que les habrá insistido, por activa y por pasiva, durante todo el tiempo que lleven aquí con nosotros, en que su periplo por este valle de lágrimas es huero, estéril y vacuo.

Ahora es tarde, no van a aceptar limitaciones (¿qué sentido tiene?) y no se puede hacer nada… salvo una cosa. Hay una expectativa a la que deberían aferrarse con ansia quienes se encuentren con adolescentes ingobernables: que encuentren en el camino a alguien de la rara especie de los románticos, de los soñadores -quiero decir de los auténticos realistas-, que les acompañen hacia la luz que está más allá del túnel.

Si conoce a alguien así invítele a cenar a casa para que conozca a su rebelde sin causa y, de paso, tome conciencia de que su propuesta es válida también para usted.

Es lo que le sucedió a la protagonista de Educando a J, película que tendría que ser de obligado visionado y reflexión para todos los padres de hijos adolescentes: en ella una joven que ha perdido la orientación descubre que hay una persona que ama su destino más que ella misma e inmediatamente, atraída por esa grandeza que va vislumbrando, sale del tenebroso agujero en el que se había instalado.

Todavía diré algo más: tal vez si el niño o la niña sale habrá, a través de él o de ella, una esperanza también para usted, querido lector.

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