La primera conversión deriva del bautismo, la segunda consiste en vivir esta vida nueva que es la vida de la gracia. Pero ¿por qué hay que convertirse constantemente y cómo logramos esta conversión?
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Un obispo antiguo colaborador de la curia romana se reunió con Juan Pablo II tras haber sido designado líder de una diócesis. El Papa le preguntó: “¿Cuál es el mayor problema de tu diócesis? –Oh, Santo Padre, hay muchos, ¡pero el más grande de todos es la conversión del obispo!”. Y el Papa le respondió con una sonrisa cómplice: “Bueno, ¡entonces es como en Roma!”.
Esta anécdota –auténtica– responde ya a la pregunta. Queda por saber cómo convertirse constantemente.
Sumergirse cada vez más en el amor divino
Nuestra primera conversión deriva del bautismo. Es el don de la vida divina, el don de la comunión de amor con el Padre a través de Jesús en el Espíritu. Nuestra vida de “criatura nueva” comienza, por tanto, a través de la salvación ofrecida gratuitamente por Dios.
La segunda conversión, permanente, consiste en vivir esta vida nueva que es la vida de la gracia. En el corazón mismo de este proceso se encuentra el amor.
Pero no cualquier amor. No una emoción, no, sino el amor firme y decidido que está dispuesto a dar su vida por Dios y por el prójimo. Este amor que la Biblia llama agapè: la caridad de Dios infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo.
Convertirnos como bautizados es sumergirnos cada vez más en este amor divino. Es cosechar los frutos internos de este amor: la paz y la alegría. Es encarnar en nuestras relaciones con los demás una misericordia activa.
Santo Tomás define el pecado de la siguiente forma: desviarse (aversio) de Dios y volverse (conversio) hacia las criaturas. La verdadera conversión consiste, pues, en retornar constantemente a Dios y amar a las criaturas en Él.
Primero renovar nuestra inteligencia
La palabra griega para designar la conversión es metanoia. Esta palabra significa “volver a pensar, poner en discusión el propio y el común modo de vivir; dejar entrar a Dios en los criterios de la propia vida”, precisó Benedicto XVI. Y añadió:
“‘Conversión’ (Metanoia) significa justamente (…) salir de la propia suficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia; indigencia de los otros y del Otro, de su perdón, de su amistad. La vida no convertida es autojustificación (yo no soy peor que los demás); la conversión es la humildad de confiarse al amor del Otro, amor que se vuelve medida y criterio de mi propia vida”.
Los Padres del desierto mostraron que quien no entre en la metanoia vive entonces en la paránoia: una centralización mortífera sobre uno mismo.
Desde el punto de vista médico, la paranoia se caracteriza por una sobrevalorización del yo, por desconfianza, rigidez mental e insociabilidad.
La conversión exige primero renovar nuestra inteligencia:
“No tomen como modelo a este mundo. Por el contrario, transfórmense interiormente renovando su mentalidad, a fin de que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rm 12, 2).
Conviene luego querer vivir esta vida nueva hasta tener en nosotros los mismos sentimientos que los de Cristo (Flp 2, 5); hasta lograr la estatura plena de Cristo (Ef 4, 13).
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