Tal vez resulte extraño saber que la Iglesia tiene una Doctrina Social que le lleva a considerar temas como el consumismo. Y aunque podría parecer que estos temas no le corresponden, la realidad es que la Iglesia –Madre que nos protege y Maestra que nos instruye– al peregrinar con nosotros, sus hijos, se interesa y le compete todo aquello que nos afecte pues tiene claro que “es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar” (Gaudium et spes, n. 3).
Lo que para nosotros, sus hijos, es importante, también lo es para la Iglesia. Por importante no nos referimos únicamente a aquello en lo que depositamos nuestro interés o reflexión, sino todo aquello que nos afecta, aunque no tengamos conciencia de ello.
Su misión evangelizadora la lleva a cabo en su Doctrina Social puesto que pone al ser humano completo a la luz del Evangelio de nuestro Señor. Esa Buena Noticia no es algo etéreo e intangible, sino Alguien concreto, auténtico, vivo, resucitado y amorosamente presente en la historia, que nos estremece al tocarnos, y a quien la Iglesia anuncia y nos ofrece para salvación nuestra.
“La civilización del consumo”
Si ahora mismo hiciéramos una encuesta pública con una única cuestión: “¿Qué es más importante, el ser o el tener?” indudable que la mayoría, si no es que todos, responderían que el ser. Pero eso que resulta claro a nivel conceptual –intelectual– no llega a la praxis. Hay una ruptura evidente.
En la práctica solemos reconocer más el tener que el ser. Esto lo podemos ver en las revistas y programas más famosos, en web reconocidas, redes sociales de los grandes influencers; o simplemente las fiestas populares, centros comerciales, restaurantes, parques, centros de espectáculos; incluso el transporte público. Vivimos en un mundo donde los arquetipos sociales forman un inconsciente colectivo que raya en la frivolidad y el consumismo.
El número 360 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (CDSI) cita la Carta encíclica Centesimus annus, de san Juan Pablo II y señala:
“El fenómeno del consumismo produce una orientación persistente hacia el 'tener' en vez de hacia el 'ser'. El consumismo impide 'distinguir correctamente las nuevas y más elevadas formas de satisfacción de las nuevas necesidades humanas, que son un obstáculo para la formación de una personalidad madura'.
Para contrastar este fenómeno es necesario esforzarse por construir 'estilos de vida, a tenor de los cuales la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un crecimiento común sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones'. Es innegable que las influencias del contexto social sobre los estilos de vida son notables: por ello el desafío cultural, que hoy presenta el consumismo, debe ser afrontado en forma más incisiva, sobre todo si se piensa en las generaciones futuras, que corren el riesgo de tener que vivir en un ambiente natural esquilmado a causa de un consumo excesivo y desordenado”.
Queda claro que la Iglesia no se opone al consumo necesario y ordenado, sino al “excesivo y desordenado”. Esto es una radical diferencia moral. No basta con que consideres que tu dinero es legítimo (esperando que así sea) para gastarlo en lo que se te antoje. Otra vez la Iglesia instruye:
“La utilización del propio poder adquisitivo debe ejercitarse en el contexto de las exigencias morales de la justicia y de la solidaridad, y de responsabilidades sociales precisas: no se debe olvidar el deber de la caridad, esto es, el deber de ayudar con lo propio 'superfluo”'y, a veces, incluso con lo propio 'necesario', para dar al pobre lo indispensable para vivir”.
La riqueza existe para ser compartida
La Doctrina Social de la Iglesia es muy clara al afirmar que todos los bienes, aún los poseídos legítimamente, tienen un destino universal (Cf. CDSI, n. 328). No se trata de regalar todo, sino de evitar quedar atado a los bienes, olvidando con ello la justicia y la caridad. Ambas van de la mano, pero la segunda –la caridad– supone la justicia. Cumplida la segunda, viene la plenitud de la primera.
La Iglesia complementa el principio del Destino universal de los bienes al señalar un punto trascendente y práctico: la visión que debemos tener frente a los bienes que Dios nos ha confiado no es la de la “posesión”, sino la de “administración”. Tal cambio de visión rompe el eje del egoísmo y la avaricia y abre a la virtud de la generosidad y la solidaridad.
“Los Padres de la Iglesia insisten en la necesidad de la conversión y de la transformación de las conciencias de los creyentes, más que en la exigencia de cambiar las estructuras sociales y políticas de su tiempo, instando a quien desarrolla una actividad económica y posee bienes a considerarse administrador de cuanto Dios le ha confiado”.
En conclusión, es perfectamente lícita la generación justa de bienes y riqueza cuando se ordena no solo al desarrollo personal sino social. También es lícito el consumo cuando es natural y ordenado, evitando excesos que hacen olvidar el destino universal de los bienes.