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San Rafael Arnáiz Barón fue una de esas estrellas fugaces en la tierra que brillan intensamente en la eternidad. Y es que su corta vida -apenas 27 años- nos ha dejado grandes enseñanzas sobre el amor a Dios y la aceptación de sus planes, por lo que es catalogado como uno de los grandes místicos del siglo XX.
Brillante inteligencia y sensibilidad religiosa
Rafael nació en Burgos, España, el 9 de abril de 1911, en el seno de una familia de alta sociedad y profundamente religiosa. En 1919 ya había recibido el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía.
Como sucede con los elegidos de Dios, desde muy pequeño comenzaron sus enfermedades: las fiebres colibacilares le obligaron a dejar la escuela. Al recuperarse, en agradecimiento, su padre lo llevó a Zaragoza para consagrarlo a la santísima Virgen del Pilar.
Cuando su familia se trasladó a Oviedo, entró a estudiar en la Escuela superior de arquitectura de Madrid, donde agregó a sus actividades escolares una visita diaria al Santísimo Sacramento, a quien llamaba "el Amo". Asimismo, participaba en la adoración nocturna.
Su inteligencia brillante se combinaba con su facilidad para hacer amigos y su carácter alegre y jovial. Además, le gustaba el deporte y poseía gran talento para el dibujo y la pintura. Su alma de artista gustaba de la música y el teatro.
El llamado de Dios
Pero el joven Rafael quería más, y pronto escuchó la voz de Dios que lo invitaba a consagrarse a la vida contemplativa. Dejando su carrera universitaria, el 16 de enero de 1934, ingresó en el monasterio de San Isidro de Dueñas.
Se puede leer en sus escritos lo siguiente:
"Hace años que lo estoy pensando y hace años que Dios, dulcemente y suavemente, me viene llamando. Por tanto, en mí no hay que hacer más que una cosa, que es acudir… La cosa es bien sencilla…, acudir… Desde luego, para esto tengo que saltar y destrozar muchas cosas, pero esos destrozos son de momento…, después, cuando se cierran las heridas y Dios toma
posesión en nosotros, ese cariño al que parece de primer momento que renunciamos, se agranda y sobre todo se purifica…, y se purifica en Dios. Entonces, unos en el mundo y otros en el Coro de un Monasterio, se identifican más y se aman más, porque el verdadero amor es el que se funda en Cristo y se apoya en la caridad".
Su compañera de vida: la enfermedad
Los caminos de Dios son misteriosos, y el que Dios tenía para Rafael involucraba a una compañera permanente: la enfermedad. A los pocos meses de haber ingresado al noviciado en la trapa, le sobrevino de repente una aguda diabetes sacarina, que lo obligó a abandonar apresuradamente el monasterio y a regresar a casa de sus padres para ser cuidado adecuadamente.
Tres veces regresó al monasterio y tres más a su casa. El santo presentía que su vida sería breve. Y su dolor lo acercaba a la cruz de Cristo:
Qué bueno es Dios conmigo. Eso sí que no lo sé expresar. Me saca a la fuerza del mundo. Me envía una cruz y me acerca a la suya…, y así, sólo esperar; esperar con fe, con amor; esperar abrazado a su Cruz.
Y su amor al María santísima, la "Señora", como él la llamaba, lo animaba a cada paso:
¡Virgen María, Madre de los Dolores!, cuando mires a tu Hijo ensangrentado en el Calvario, déjame a mí que humildemente recoja tu inmenso dolor, y déjame que, aunque indigno, enjugue tus lágrimas.
Rafael Arnáiz Barón murió en la madrugada del 26 de abril de 1938.
Fue beatificado por San Juan Pablo II, que en la Jornada mundial de la juventud en Santiago de Compostela lo propuso como modelo para los jóvenes del mundo.
Finalmente, fue canonizado por el Papa Benedicto XVI el 11 de octubre de 2009.