"En la noche, en la mañana y al mediodía, me quejo y me angustio. Y Dios ha escuchado mi voz, me trae la paz", dice el salmista (Sal 55,18-19), marcando el hecho de que la vida cotidiana del cristiano está enteramente en manos de Dios, desde la oscuridad de la noche hasta la luz del día. La tradición judía incluso ha asignado tres oraciones a los tres momentos del día mencionados en el salterio, asociadas a tres patriarcas del libro del Génesis. Tres hombres - Abraham, Isaac y Jacob - para que nos acompañen a lo largo del día sagrado.
1La mañana: Abraham
El primero es Abraham, el patriarca de la mañana. La liturgia cristiana lo atestigua, ya que el himno evangélico que se canta en Laudes es el Benedictus de Zacarías, que habla del "juramento hecho a nuestro padre Abraham de hacernos intrépidos" (Lc 1,73).
En efecto, este padre de los creyentes es el hombre de la promesa (cf. Gn 12). A la llamada del Señor, este pastor caldeo no dudó en levantarse y seguir a Aquel de quien nada sabía. La fe de Abraham es alabada en la Carta a los Hebreos: "por su perseverancia, Abraham obtuvo lo que Dios le había prometido" (Hb 6,15).
En la mañana, pues, nuevo comienzo, los cristianos están llamados al mismo acto de confianza en el Padre, que sabe mejor que ellos lo que necesitan.
2La tarde: Isaac
Una vez instalado en la tierra de Canaán, Abraham siguió escuchando al Señor. Confiado en la palabra de Aquel que incluso le había dado un hijo, se pone en camino una mañana (decididamente) con Isaac a la llamada de Dios.
Al llegar al lugar designado hacia el mediodía, prepara el altar para sacrificar a su hijo, ya que ésta es la voluntad del Creador. El desenlace de este pasaje del Génesis (cf. cap. 22) es bien conocido y muestra una fe madura.
En recuerdo de este episodio, se celebraba un sacrificio en el Templo de Jerusalén a primera hora de la tarde. En medio de su ajetreada vida cotidiana, los cristianos redescubren que Dios nunca siente nada, salvo para recordarnos su misericordia y sus promesas.
3La noche: Jacob
Así, reconfortados y armados, todos pueden reanudar sus actividades hasta la noche. Sin embargo, el anochecer requiere fuerza, porque la oscuridad, signo del mal, prevalece sobre la luz de la vida. Así le ocurrió a Jacob, que luchó hasta el amanecer contra un ser desconocido -¿un ángel? ¿un hombre? ¿Dios mismo? - y recibió el nuevo nombre de Israel o "Dios lucha" (cf. Gn cap. 32).
¿No es esta escena, tan familiar como misteriosa, un signo de que Dios está siempre con el creyente, a pesar de sus heridas, en la batalla espiritual que constituye la existencia? Esta seguridad resuena en las completas del jueves, que piden a Dios "buscar solo en [Él] nuestra felicidad y esperar con confianza, más allá de la noche de nuestra muerte, la alegría de vivir en [Su] presencia".