A lo largo de los primeros siglos de desarrollo de las sociedades hispanas en América, se fundaron muchos conventos femeninos en los que las religiosas que en ellos ingresaron desarrollaron su fe y su intelecto.
Ejemplos vivos de la arquitectura barroca novohispana, los centros religiosos erigidos en aquellos siglos esconden historias inspiradoras de hombres y mujeres que dejaron el mundo para dedicar su vida a Dios.
El convento de San José de Carmelitas Descalzas, el primero de esta orden fundado en México, es uno de esos ejemplos. Conocido en la actualidad como Iglesia de Santa Teresa la Antigua, en sus muros vivieron mujeres de la talla de la escritora Sor Juana Inés de la Cruz. Juana de Asbaje, que así se llamaba, adoptó el nombre de una de las fundadoras del convento.
Inés de la Cruz se enmarca en la historia de miles de mujeres que, venidas de España en busca de un mundo nuevo, se embarcaron en peligrosas travesías por el océano y expandieron por el continente Americano el amor de Dios. Lo hicieron fundando un sinfín de conventos en los que mujeres de ambos lados del Atlántico abrazaron la vida religiosa.
La historia del convento de San José de Carmelitas Descalzas de México la conocemos al detalle gracias al tesón de una de sus fundadoras. Ella no solo trabajó de manera incansable para fundar su convento sino que dejó por escrito todos los pasos que dio; demostrando así, su sabiduría e intelecto.
Vocación desde niña
La historia de Inés de la Cruz empieza en Toledo, el 17 de enero de 1570. Hija de Francisco de Castellet y Luisa de Ayala, creció junto a sus tres hermanos y dos hermanas en un ambiente culto y religioso. De hecho, su abuela y madrina, Quiteria de San José, fue quien al parecer inspiró en ella su vocación religiosa. “Desde que tuve uso de razón – recordaría años después – deseé ser religiosa sin jamás haber tenido un breve pensamiento contrario”.
Inés y sus hermanas recibieron una educación excelente, excepcional para las mujeres de su tiempo, que ella supo aprovechar. Aprendió a leer y escribir con apenas cinco años y sus primeras lecturas se centraron en obras religiosas que irían impregnando en su corazón el deseo cada vez más intenso de hacerse monja.
Mujeres inspiradoras como Santa Catalina de Siena o Santa Teresa de Jesús fueron algunos de sus referentes clave.
Ya entonces, siendo todavía una niña, Inés buscaba momentos de devoción en los que realizaba penitencias
Carlos de Sigüenza, quien fuera amigo de Sor Juana Inés de la Cruz y escribiera sobre la madre fundadora, recordaba que, de niña, “practica con fervor la soledad, se corta los cabellos y se descalza en la iglesia”.
Mujer de gran cultura
Cuando tenía catorce años, la familia Castellet ya se encontraba en el Virreinato de Nueva España. Allí Inés continuó con sus estudios, aprendiendo principios básicos de matemáticas, a leer en latín; y los primeros rudimentos de música que le permitieron componer alguna pieza de música sacra.
En 1588 Inés ingresaba en el convento de Jesús María. “Fue el más alegre día que hasta allí había tenido por salir de un mundo que yo tan mal quería”. Allí conocería a Mariana de la Encarnación. Juntas forjaron la idea de trabajar para erigir un convento que siguiera los pasos de la Santa de Ávila.
En 1616, Inés de la Cruz y Mariana de la Encarnación conseguían su sueño y fundaban el convento de monjas carmelitas descalzas de San José; o Santa Teresa la Antigua de México. Era el primer carmelo femenino que nacía en esta ciudad.
Años después, en 1625, Inés de la Cruz decidió escribir una crónica de la fundación del que sería su hogar y su lugar de retiro del mundo. Un texto que no solo supone una joya documental de aquellos primeros años de virreinato; sino que es testimonio de la inteligencia que muchas mujeres desarrollaron en aquellos siglos en los que el acceso al conocimiento seguía siendo limitado.
Ese vergel que creó Sor Inés de la Cruz se convertiría durante años en el destino de muchas mujeres que buscaron una vida de reclusión y oración. Quizás la más ilustre de sus habitantes fue Sor Juana Inés de la Cruz; quien ingresó en el convento en 1667, más de tres décadas después de la muerte de su fundadora.