Todos los hombres quieren ser felices. También lo había notado Aristóteles, quien pensaba en la felicidad como una meta a conquistar.
En cierto sentido todos somos hijos de Aristóteles, nos esforzamos por conquistar algún espacio en el mundo.
Unos con más vehemencia que otros, algunos incluso son capaces de herir a los demás en la ilusión de que eso les permite ganar algo de visibilidad.
Luego están los que piensan que la felicidad depende del poder que tienen en sus manos.
En realidad, no se dan cuenta de que el poder los posee: entran en una espiral que los hace cada vez más sedientos hasta el punto de autodestruirse.
A diferencia de estas figuras que luchan contra todo para “ser felices”, se destaca la imagen serena que encontramos en el libro de Jeremías: el hombre feliz que es como un árbol plantado junto al arroyo, firme y estable, que alarga sus raíces hacia la corriente; no tiene miedo de que llegue el calor, su follaje se mantiene verde; en año de sequía no se inquieta, ni deja de producir sus frutos (Jeremías 17,8).
En los Evangelios, Jesús también parte del deseo más profundo del hombre. Su enseñanza se refiere a la felicidad, pero la respuesta a esta pregunta se torna revolucionaria y contraria a nuestra visión occidental un poco egocéntrica.
Para Jesús la felicidad no es algo que se posea o se conquiste, sino que es una condición que permea nuestra vida.
1La felicidad no es un logro alcanzado por ti
La felicidad de Aristóteles se logra realizando, con nuestra voluntad, acciones que nos lleven poco a poco a alcanzar ese fin anhelado.
En cambio, Jesús pone como ejemplo situaciones paradójicas en las que podemos darnos cuenta que ya somos felices.
Las situaciones presentadas por Jesús se caracterizan todas por una carencia: felices los pobres que no tienen en quién confiar y precisamente por eso hay lugar para Dios en su vida, aquellos que solo pueden confiar en Dios, pero que no hacen alarde de su pobreza.
Date cuenta, parece decir Jesús, que eres feliz cuando no tienes nada, cuando lloras, cuando te odian, cuando te insultan, porque en ese momento Yo soy tu riqueza, tu consuelo, tu defensa.
La felicidad no es una meta como para Aristóteles, porque es en ese día, dice Jesús, cuando puedes alegrarte. Estás en condición de acoger a Dios en el vacío de tu vida.
2En la “grandeza” no hay lugar para Dios
Los que se creen autosuficientes, los “fuertes”, son aquellos en los que en general, el ego ocupa todo el espacio.
Estos fácilmente son infelices porque Dios está completamente excluido de su vida. Todavía no se dan cuenta, pero son como árboles en un desierto: pronto se darán cuenta de que se han secado.
La ilusión de no necesitar a Dios nos hace sentir globos inflados que parecen llenos. La vanagloria es en realidad ese sentimiento que nos engaña y nos hace parecer ser alguien, mientras que a los ojos de Dios solo estamos llenos de aire inútil.
3Verse desde el lugar equivocado
Jesús no nos mira desde arriba como parecemos mirar nosotros a los demás, incluso como nos miramos a nosotros mismos.
Él no nos mira desde su trono para compadecerse de nosotros; al contrario, se pone más abajo, nos habla levantando los ojos al cielo, porque, mientras ve nuestras miserias mira al cielo y ve la mejor versión de nosotros, la que el Padre ha pensado desde el principio de los tiempos.