Desde la perspectiva de lo ordinario de la vida humana, ciertos trastornos de personalidad suelen tener su raíz en la incapacidad para pensar positivamente en los demás.
Quienes nos dedicamos a la psicoterapia, lo reconocemos cuando escuchamos a alguna persona hablar girando en torno a sus problemas; por lo que alguna vez, al sugerirle la virtud de la humildad para sanar desde el corazón todos sus conflictos, me preguntó:
– Sí, pero… ¿humildad? ¿qué terapia es esa?
Mi respuesta fue, que la humildad es, ante todo, andar en verdad respecto de todo aquello que es bueno, por ser cierto y conviene a nuestro ser.
¿Cómo explicarlo más claramente?
Se trata de entender que lo que piensa uno acerca de sí mismo, de otras personas y del mundo que le rodea, lo afecta positiva o negativamente; y que podemos aprender a identificar tales pensamientos cuando son negativos, para modificarlos; de tal forma que nuestras acciones sean adaptativas a esa manera vivir cada vez con más paz y libertad.
Es, por así decirlo, todo un programa de madurez en el que se juega la felicidad propia como la ajena; tanto que, ante las dificultades, bien vale la pena pedir consejo y dejarse ayudar por las personas idóneas.
Por ese camino podremos conquistar la buena voluntad tan necesaria para comprender, disculpar, perdonar, acoger y amar a los demás; logrando que muchos problemas desaparezcan, se resuelvan o sobrelleven de la mejor manera.
Aprender a ser sencillos y no darnos tanta importancia, ocupándonos de hacer felices a los demás.
Un paciente me dijo que había empezado a sanar de muchos conflictos en su interior haciendo oración ante un pesebre. Al considerar la humildad del nacimiento de quien, siendo Amo y Señor de toda la creación, necesitó además del cuidado de todo recién nacido para poder subsistir.
La lección fue luminosa.
Dios, quien pudo haber nacido en mil circunstancias diferentes como rey de la creación movido por un infinito amor, escogió la pobreza y la indiferencia de los hombres para señalarnos la necesidad de la humildad parar crecer en la reciprocidad de su amor. Algo que debemos aprender, y reaprender, durante toda nuestra vida.
Por ello, viene muy a propósito preguntarnos:
¿Cuál es la importancia de aprender a dejarnos humillar por las cosas de este mundo sin que esto se traduzca en complejos, que llegan a enfermarnos al ocupar toda nuestra mente y nuestro corazón?
Cuantas oportunidades se nos presentan en lo ordinario para dejarnos humillar y salir fortalecidos sin recurrir a frases como: no me quieren, no me comprenden; no me reconocen; no me han pedido perdón; sus defectos son tales o cuales; derramé la bilis o hice el entripado de mi vida.
Son oportunidades de lograr una salud física, psicológica, emocional y espiritual; por la profunda verdad de que los defectos y limitaciones de los demás nada nos restan en lo más importante de nuestras vidas, que es el amor de Dios por nosotros.
Y lograr así verdadera paz y libertad interior.
De otra manera, cuanta infelicidad y trastornos como amor egoísta, afán posesivo, problemas matrimoniales, autoengaño, susceptibilidad, inseguridad, enfermedades neuróticas y tantas y diversas adicciones se podrían evitar.
Humildad para vivir en sabio poniendo la otra mejilla; que no es aceptar la falta de carácter o permitir una injusticia, sino verdadera fortaleza interior para obrar con la fuerza del amor.
Una fortaleza por la que volvemos a ser como niños, que no es infantilismo, sino madurez para lograr en nuestro corazón la sencillez y espontaneidad en el pensar, decir y hacer con verdad, para sonreír con el alma.
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