Quiero aprender a confiar en el Dios de mi vida. Necesito esa actitud de abandono.
Quiero ser capaz de seguir navegando en medio de la tormenta sin dudar, guardando los miedos, entregando la vida.
¿Cómo puedo aprender a abandonarme en el amor de Dios? ¿Cómo hago para soltar el timón y dejar que Dios lo tome en sus manos?
No es tan sencillo.
El huracán, las olas, el frío, el viento y mis dudas. Todo parece contrario a lo que quiero. En ese momento sólo quiero sujetar mi barca, calmar los vientos y acabar con los miedos.
No es posible. El miedo es fuerte en el alma. Es como una cadena que se aprieta y no me deja respirar.
Miedos
Hay miedos evidentes. El miedo a lo desconocido, el miedo provocado por la incertidumbre de un futuro abierto, el miedo que me da perder lo que hoy poseo y me hace feliz.
El miedo a la derrota, al fracaso, a la persecución, a la crítica y a la condena. El miedo a no ser amado tanto como yo amo.
El miedo a perder la salud que hoy me permite navegar feliz mis mares. El miedo a una soledad no deseada.
El miedo a perder los sueños y que se vuelvan imposibles. El miedo a empezar de nuevo, desde cero y resurgir desde las cenizas.
Miedo a perder
El miedo a perder a quiénes más amo y ver cómo se alejan rumbo al cielo. El miedo a no ser requerido, preguntado, buscado.
El miedo al descrédito y al olvido. El miedo a no ser feliz en esta vida haciendo lo que hago.
El miedo a poner en duda todo lo construido hasta ahora. El miedo a que alguien rompa mis seguridades y penetre en mi lugar más cómodo y seguro.
El miedo a las tormentas no deseadas, no buscadas, ni soñadas. El miedo a no ser yo el dueño de mi vida y dejar así que el control de todo lo tenga otro.
El miedo a que alguien decida por mí y asuma el mando de una vida que pensaba yo que la tenía bajo control.
Mi barca a la deriva en un mar revuelto. Sin saber bien si la playa a la que arribaré será la misma que un día soñaba. Y si la tierra prometida y dorada que perseguía no es aquella en la que atraco después de la tormenta.
No tengo claro lo que sería vivir sin miedos o al menos con la calma inmensa de saber que estoy donde tengo que estar.
Las amenazas nos unen en la vulnerabilidad
A veces pienso que debería hacer otras cosas diferentes a las que hago para avanzar, para mejorar y reinventarme. Pero no lo consigo.
La vida no es como yo quisiera y me pueden mis hábitos adquiridos y los miedos a emprender algo nuevo que acabe con mis fuerzas. Comentaba el papa Francisco en la pandemia:
La tormenta con sus amenazas me une a los que están conmigo. Me vuelvo vulnerable.
El miedo es más fuerte en mí cuando me siento débil, cuando veo que no soy dueño de mi vida y no puedo lograr lo que me propongo.
Es sano verme vulnerable y frágil. Dejo de sentirme por encima de todos, poderoso y dueño de mi vida. Acaricio la dureza del camino y mi fragilidad se vuelve manifiesta.
Incertidumbre en pandemia
En esta pandemia ha sido más potente la incertidumbre. Y el oleaje del mar me ha mostrado la debilidad del armazón de mi barca.
No puedo resistir todos los vientos. No logro hacer frente a todas las olas. El miedo a la muerte se impone por encima de los miedos.
El miedo a no poder despertar a un nuevo día. El miedo a que una enfermedad apague mis fuerzas y me sienta débil y frágil.
El miedo a no estar a la altura de los sueños que un día empujaron mis velas en hondos mares.
El miedo a perder, el miedo a no vivir como deseo, el miedo a que nada salga como esperaba.
Certezas y paz
El miedo forma parte de mi vida y no puedo pretender vivir sin él. Pero cierto es que puedo vivir con paz aun con miedo. Pacificada mi alma y en calma. Tranquilo sabiendo que todo está en las manos de Aquel que me ama con locura.
Tengo pocas certezas en mi vida. Sólo algunas. Amores humanos que percibo como roca en medio de las olas rompiendo contra ellas.
Amores humanos y el amor de Dios que un día irrumpió en mi vida, en mi barca, para mostrarme caminos diferentes a los que yo buscaba.
"Vamos a la otra orilla", me dijo. Y yo me dejé hacer por la fuerza del viento de Dios para surcar aguas ignotas.
Y sentí en la piel el dolor del calor y la sal que me hacía confiar en medio de las aguas. Y así lo hice, con miedo y sal, con paz y llanto.
Recorrí esos mares desconocidos guiado de su viento, de su mano. El temor y la paz conviven en mi alma. Y siento que me calmo al notar cerca su aliento. El de Dios, no dudo.