El 25 de diciembre de 1886 asistió en Notre Dame de Paris a la misa de Navidad. Entró por mera curiosidad pero al oír cantar el Magnificat, según él mismo cuenta, “en un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí con tal fuerza de adhesión que […] todos los libros, todos los razonamientos, todas las vicisitudes de una vida agitada, no han podido perturbar mi fe ni, a decir verdad, tocarla”.
Con el título La joven Violaine (La Jeune Fille Violaine, 1892) publica una obra sobre la que volverá en repetidas ocasiones hasta ofrecer la versión definitiva bajo el título L’Annoce faite à Marie (El anuncio hecho a María, 1912), una obra de teatro que consta de un prólogo y cuatro actos y que constituye (quizá junto a El zapato de raso, 1929) una de sus obras más relevantes.
La acción se desarrolla en un ambiente tardomedieval. De hecho, una de las escenas más emblemáticas ocurre mientras Juana de Arco conduce al rey a su coronación en Reims.
La obra posee un elevado simbolismo que se deja leer en distintos planos.
Tiene, en cualquier caso, una intención y un significado espiritual. Pero tal significación no es algo postizo o artificial sino que brota como una necesidad natural que permite entender el drama que viven los personajes.
Los personajes centrales podrían ser las hermanas Violaine y Mara, destinatarias de la herencia paterna. Hay, tiene que haberlo, unos amores y unos celos. Y unos malentendidos. Tensiones y ambigüedades que dan lugar a injusticias.
De Violaine, la mayor, dice su padre que es «sencilla y obediente, es sensible y discreta». Y Mara dirá de sí misma: «Sé que soy demasiado dura y lo lamento: quisiera ser de otro modo».
Hay, lo hemos dicho, amor. Y el amante dice lo que siente como una verdad definitiva: «¡Qué hermoso es este mundo donde vos estáis». El mundo es, en efecto, hermoso y agradable. Un personaje es arquitecto y no es difícil entender la metáfora con el hacedor del universo: tiene la idea general de la construcción, tiene el plan global y en función de ello va eligiendo las piedras adecuadas. Y, obviamente, «no corresponde a cada piedra elegir su lugar, sino el Maestro de la obra que la ha elegido».
Con un elegante juego de tensiones y ambigüedades nos conduce a la idea de plenitud o, en lenguaje religioso, de santidad. Sin estridencias porque, para Claudel, los santos son “como de la familia”, como cualquier pues la «santidad no consiste en ir a hacerse lapidar por los turcos o besar a un leproso en la boca, sino en cumplir el mandamiento de Dios tanto si se trata de permanecer en nuestro sitio o de subir más arriba».
Violaine asumirá la vida según lo mejor y más bello. Sufrirá en su cuerpo la lepra que, a veces, simboliza la torpeza del espíritu y, en otras ocasiones, purga y purifica el pecado propio o ajeno. Violaine sufre el desprecio, la traición, el abandono. Vía purgativa, en cualquier caso. Se lo indica Mara: «cuando ya no queda nada, hay que volverse a Dios: Es fácil ser santa cuando la lepra nos sirve de apoyo».
Mara, la hermana amarga, reniega de Violane. Pero considera que la leprosa ciega y desdichada es santa. Puede hablar con Dios y puede arrancarle un milagro. Mara lo necesita desesperadamente. Y acude a su hermana. Su argumento es simple: eres santa, hablas con Dios, consígueme esto.
Violaine, como todo santo, sabe su insuficiencia, se ve incapaz. Mara no se da por vencida. Sabe lo que puede un santo:
«Mara: Puedes soplar sobre esta montaña y arrojarla al mar.
Violaine: Puedo, si soy una santa.
Mara: Hay que ser santa cuando una miserable te suplica».
Si un menesteroso suplica, tiene el derecho de que tu voz le transmita la respuesta de Dios. A un pobre del Antiguo Testamento podría decírsele, quizá, que Dios está en el cielo y nosotros en la tierra; pero el Verbo se ha hecho carne y ahora sabemos que Dios está exactamente donde estamos nosotros. Mara lo sabe y lo exige en su hermana: ofendida, humillada, leprosa, ciega pero, quizá por eso, santa.
En este drama, empapado de espiritualidad y liturgia, todo conecta con todo. Asistimos a una continua y transparente correspondencia entre los acontecimientos humanos y su dimensión sobrenatural. La obra de Claudel plantea: «¿Es acaso el vivir el objeto de la vida?», ¿la vida humana se agota en lo temporal? Existe la posibilidad de pensar que «ya hay bastantes ángeles ayudando a misa en el cielo» y que hay que «a los celestes el cielo y la tierra para los terrestres»: cada uno lo suyo.
Pero entonces el ruego de Mara no tendría sentido. No habría santidad. Y no sería acogido. Y la historia tendría un amargo final.
«Hacer luz es más difícil que hacer oro». La obra de Claudel es grande y logra lo que es más dificil: iluminar el misterio de la belleza.