Me gusta tocar la misericordia de Dios en mi vida. Decía el padre José Kentenich:
Me gusta pensar en esa mirada de Dios sobre mi vida. No se fija en mis carencias. No pone su mirada en mis torpezas. No se indigna por mis incumplimientos y mis infidelidades.
Se conmueve cuando vuelvo a abrazarle y a pedirle perdón por mi miseria. Y entonces Dios se ve desarmado y me acoge roto entre sus brazos.
Algo debo tener que me hace "querible" ante sus ojos.
No son mis obras, eso seguro, ni creo que sean mis talentos. Más bien es mi forma de amar y darme la que le cautiva. Le alegra mi alegría y llora con mis lágrimas, en mi llanto.
Se turba con mis miedos y me recuerda que la noche está llena de luz porque Él camina a mi lado.
Se abaja a la altura de mis ojos. Desde su tumba, ahora vacía, me contempla conmovido al verme llegar con las manos vacías dispuesto a besar su ausencia.
Y yo me alegro hoy al pensar en todo lo que me quiere. Me busca cuando me alejo y me abraza cuando regreso.
Su mirada es un bálsamo que eleva mi canto de alabanza cada mañana.
Madrugo para encontrarlo como esas mujeres que querían ungir su cuerpo, sin imaginar quién podría mover la piedra para entrar. Eso no importaba.
La fe mueve montañas y aparta piedras del camino. Especialmente esas piedras inmensas que tapan mi alma.
Me asusta pensar en lo que pueda encontrar cuando Jesús la corra. Porque yo solo no podré mover nada.
La misericordia es una fuerza incontenible que brota del corazón de Jesús. La tuvo con los que amó. La tuvo con los que pecaban y se alejaban de Dios por miedo.
Jesús no despertaba temor. No condenaba, no juzgaba. Sólo hablaba de un reino nuevo que lo podía cambiar todo, de un amor que sería una fuerza transformadora.
Su misericordia despierta ecos en mi alma. Dios me respeta. El respeto hace que me sienta aceptado como soy.
Dios respeta mis formas, mis debilidades, mis carencias. No me fuerza, no me presiona, no se cuela en mi alma poniendo en peligro mi pureza.
Dios me protege apartando mis temores. Esa mano que me cubre es la que me salva.
Muchas veces he tocado su mano que hacía milagros a mi paso. Milagros de amor que yo atribuía a la suerte o a mis propios talentos y virtudes.
Que alguien me quiera y acepte es un milagro inmenso. Que salgan algunos de los planes que cultivo en mi interior es otro milagro. Y que la vida cuadre y yo tenga paz es el mayor milagro.
Dios me perdona y me devuelve la alegría cada vez que mis caídas y tropiezos enturbian mi ánimo.
Su misericordia me hace sonreír entre lágrimas. Lo habré perdido todo y al mismo tiempo lo poseeré todo.
No quiero despertar la compasión de los hombres, pero eso es parte de mi pecado de orgullo.
Estoy dispuesto a ceder ante Dios y aceptar su mirada compasiva. Esa mirada me levanta del barro sin juzgarme, sin exigirme un cambio inmediato en mi interior.
Porque igual que no puedo correr la piedra que esconde mi pequeñez, tampoco puedo corregir mis defectos y evitar mis debilidades.
Tocar la misericordia de Dios en mi vida sólo es posible cuando me he visto desnudo en mi pecado.
En momentos de turbación, de crisis, se desvela la materia de la que estoy hecho. Así lo comenta el papa Francisco:
En medio del dolor y de mis lágrimas elijo a Dios, opto por dejarme mirar, salvar, sanar, levantar por Él. Su mirada se abaja a la altura de donde estoy caído.
En estos momentos difíciles que vivo me siento frágil y sin poder controlar nada. Miro a Dios compungido. Quiero su perdón, su mano que me levante y saque de mi miseria.
Tal vez es necesario caer para poder tocar la fuerza de ese brazo que me saca de las aguas y me salva.
Siento la fuerza de esa misericordia que me hace abrazar la esperanza cuando todo parecía perdido.