Luego del anuncio que trae María Magdalena de que el sepulcro está vacío, aunque es una noticia un poco confusa, los discípulos se ponen en camino. Corren, van a ver.
Pero para ellos la tumba vacía no es una respuesta, sino una pregunta. ¿Qué es lo que ha sucedido? ¿Dónde está el Señor? ¿Cómo lo vamos a encontrar?
Una vez más, Jesús se deja buscar. Se pone a disposición para que lo encontremos y encontremos respuestas.
Pero nos pide que emprendamos un camino, que nos pongamos en marcha movidos por el deseo o la ansiedad, para llegar a Él.
Pedro y el discípulo a quien Jesús amaba corren. A pesar de sus dudas y debilidades, sus corazones nunca han dejado de anhelar volver a encontrarse con el maestro.
Pedro y Juan son expresiones de dos formas diferentes de buscar al Señor.
Pedro es la imagen de una fe cansada, una fe que le gustaría correr pero que no puede hacerlo con tanta rapidez.
Es una fe marcada por la traición y que, precisamente por eso, todavía necesita recorrer un camino de reconciliación.
Es una fe que necesita ver, que necesita el perdón, que necesita coraje para seguir apostando por él mismo y por Jesús.
Pedro es la imagen de la fe que necesita ser sanada por el amor del Señor.
Al contrario, el discípulo que ha tenido la experiencia de sentirse amado, que no se ha apartado de la cruz, es capaz de correr más rápido. Él es la imagen de una fe en el amor.
Este discípulo vislumbra, no entra; intuye, pero esto le basta para creer. Cuando amamos a una persona, no necesitamos hacer muchas preguntas para comprender lo que está experimentando.
Pedro, en cambio, a pesar de ver, todavía no cree. Juan no necesita entender para creer, a diferencia de Pedro que busca respuestas para poder reconocer la verdad de lo que ve.
Ninguna fe es mejor que la otra. Cada fe tiene su camino y se encuentra en distintos puntos de experiencia.
No es que una sea mayor que la otra. Las etapas de la fe son diferentes y se viven en la mente y en el corazón de acuerdo al don de Dios y a lo que cada uno vive.
La fe se experimenta como duda, como búsqueda, como certeza, como paz. Se experimenta confiada o se experimenta como un último baluarte cuando ya no nos queda en quien confiar.
No importa cuál ha sido tu camino o cuál es tu camino de fe, lo importante es intentar llegar al encuentro del Resucitado, al encuentro con aquel por quien nos sentimos amados, o aquel al que buscamos por curiosidad, para convertirnos en sus testigos.
“¡Qué bello es pensar que el cristianismo, esencialmente, es esto! No es tanto nuestra búsqueda en relación a Dios –una búsqueda, en verdad, casi incierta– sino mejor dicho la búsqueda de Dios en relación con nosotros.
Jesús nos ha tomado, nos ha atrapado, nos ha conquistado para no dejarnos más. El cristianismo es gracia, es sorpresa, y por este motivo presupone un corazón capaz de maravillarse.
Un corazón cerrado, un corazón racionalista es incapaz de la maravilla, y no puede entender qué es el cristianismo.
Porque el cristianismo es gracia, y la gracia solamente se percibe, más: se encuentra en la maravilla del encuentro.
Y entonces, también si somos pecadores –pero todos lo somos– si nuestros propósitos de bien se han quedado en el papel, o quizás si, mirando nuestra vida, nos damos cuenta de haber sumado tantos fracasos.
En la mañana de Pascua podemos hacer como aquellas personas de las cuales nos habla el Evangelio: ir al sepulcro de Cristo, ver la gran piedra removida y pensar que Dios está realizando para mí, para todos nosotros, un futuro inesperado.
Ir a nuestro sepulcro: todos tenemos un poco dentro. Ir ahí, y ver cómo Dios es capaz de resucitar de ahí.
Aquí hay felicidad, aquí hay alegría, vida, donde todos pensaban que había solo tristeza, derrota y tinieblas. Dios hace crecer sus flores más bellas en medio a las piedras más áridas”.
Por tanto, la Pascua no es un punto de llegada, sino un punto de partida. Dondequiera que estés en tu vida, comienza a buscar, no te canses, no te desanimes.
Mira lo que el Señor pone en tu vida hoy, y déjate guiar por el perfume que dejó en la puerta de tu corazón.