Todo comenzó en Pietrelcina con la Madonna della Libera, después Pompeya y Fátima. Una relación íntima marcada por una serie de episodios misteriosos
En los 50 años en los que vivió en el convento de San Giovanni Rotondo, el Padre Pío se confió, en particular, a una imagen de la Virgen: la de Nuestra Señora de las Gracias, reproducida en una pintura custodiada en el convento.
Pero su devoción por esa Virgen tiene raíces lejanísimas. Entre los cuatro muros de su casita, su madre cuando lloraba lo acunaba y lo llevaba delante del cuadrito de la Madonna della Libera – una advocación de la Virgen patrona de Pietrelcina, que no es otra que la Virgen de las Gracias – y le decía: “Dale un besito a la Madonna della Libera”.
El título de “liberadora” se lo dio el pueblo sannita (una tribu que habitaba antiguamente en la Italia central) en el siglo VII, precisamente en el año 663, cuando el ducado longobardo de Benevento (al que pertenecía Pietrelcina), por intercesión de la Virgen, fue liberado del asedio y del furor del emperador bizantino Constante II.
Las primeras apariciones
El pequeño Francesco Forgione, alias Padre Pío, estrechó una relación aún más fuerte con esa Virgen cuando se le apareció por primera vez en la iglesia madre del pueblo.
Se quedó inmóvil, estático, absorto. Después, un mudo diálogo hecho de gestos y de sonrisas. Después un intercambio de regalos y de promesas.
Francesco ofreció a la Virgen su virginidad y toda su persona. La ofrenda fue aceptada y la Madonna della Libera premió al pequeño con apariciones frecuentes, que él no desvelará hasta 1951 cuando, interrogado por su Confesor, Agostino da San Marco in Lamis, explicó que nunca las había revelado porque creía que eran algo normal (cf. Diario, p. 44).
El rosario
El fraile estaba tan apegado a ella que la llamaba “madonnella mia” (“virgencita mía”), recuerda el teólogo Luciano Lotti en Bel tempo si spera (Tv 2000, 2016).
En Pietrelcina Padre Pío se confiaba a la Virgen en los momentos más oscuros. Se dirigía a ella con gran confianza, pidiendo gracias y rezando el Rosario.
Este último le había sido inculcado desde pequeño por su madre, que lo hacía rezar en casa, ante la chimenea, a todos sus hijos.
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En su epistolario, fechado el 1 de mayo de 1911, escribió que mientras se dirigía de la sacristía al altar para celebrar la misa (el 10 de agosto de 1910 había sido ordenado sacerdote) vio a la Virgen “junto a mí, que me acompaña al altar“.
Pompeya
Otra intensa devoción mariana de Padre Pío era a la Virgen de Pompeya: durante el servicio militar acudió dos veces al santuario de Pompeya para pedir la gracia de abandonar filas y volver al convento. Gracia que fue acogida, porque fue licenciado por problemas físicos.
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Esta devoción prosiguió en San Giovanni Rotondo, con el rezo diario a la Virgen del Rosario. Y cuando alguien le pedía gracias, le gustaba repetir: “Haz la novena a la Virgen de Pompeya”.
La rosa
Se cuenta que puso a los pies de la Virgen también la petición de salir de este mundo, sobre todo cuando los sufrimientos físicos eran lacerantes.
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Años después, el 19 de septiembre de 1968, Padre Pío cumplía los cincuenta años del día en que recibió sus dolorosos estigmas.
En esa ocasión le ofrecieron un ramo de rosas, y él le dio una a un discípulo que se dirigía de viaje a Nápoles, pidiéndole que la llevara ante la imagen de la Virgen del Rosario de Pompeya.
Así agradecía a la Virgen la gracia que iba a recibir, al poco tiempo. Murió, de hecho, cuatro días después, el 23 de septiembre de 1968.
Fátima y la curación
Impresionante lo que sucedió entre Padre Pío y la Virgen de Fátima en 1959. El santo era muy devoto de ella, y cuando la estatua peregrina original llegó a San Giovanni Rotondo, hubo una curación milagrosa del fraile.
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Padre Pío, de hecho, estaba enfermo y pidió besar la estatua. Los frailes inclinaron hacia él la estatua de la Virgen porque el santo capuchino no lograba levantar mucho la cabeza: así fue como logró besar a la Virgen.
El fraile quería también asistir a la partida de la Virgen y fue llevado por los frailes junto a una ventana del santuario. “Virgen mía – dijo – has venido a Italia y me has encontrado enfermo. Ahora te vas y me dejas”.
En ese momento se volvió hacia los frailes y dijo: “¡Pero si me encuentro bien!”. En los días siguientes le visitó un cirujano procedente de Roma que confirmó: “Está perfectamente curado”.
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