San Juan Evangelista es el Forrest Gump del Nuevo Testamento: estaba ahí en todos los momentos clave de la vida de Cristo y la Iglesia primitiva, pero en todos aportaba su propia y paradójica sencillez.
Estuvo ahí para su primera pesca milagrosa y para su última; Juan dejó a su padre y su barca cuando Jesús le llamó; estuvo ahí cuando resucitó la hija de Jairo, cuando la Transfiguración y cuando la agonía en Getsemaní. Estuvo con Pedro en la Puerta Hermosa y en la cárcel.
“El discípulo a quien Jesús amaba”
En su propio Evangelio, Juan se llama a sí mismo “el discípulo a quien Jesús amaba”. Lo dice con tanta frecuencia que parece que Jesús tuviera favoritismos, pero probablemente estaba ejemplificando que todos nosotros somos el discípulo al que Jesús ama.
Después de todo, las cartas de Juan en el Nuevo Testamento insisten en el amor. Él es el autor de la frase inmortal, “Dios es amor” y dijo de inmediato lo que esto implica: que debemos amar a todas las personas.
La leyenda dice que, al final de su vida, siendo muy anciano, sus homilías se reducían a menudo a la palabra “Amor”, pronunciada con una convicción del todo cautivadora.
Hijos del trueno
Juan y su hermano Santiago eran llamados los “hijos del trueno” porque preguntaron a Jesús si deberían hacer caer fuego sobre una ciudad que le había rechazado. También pidieron a Jesús que les concediera favores especiales cuando viniera a juzgar al mundo.
Lejos de contradecir la dedicación de Juan al amor, su fiero antagonismo al pecado le acompañó toda su vida y lo llevó a definir el amor de esta forma: “En esto consiste el amor a Dios: en que obedezcamos sus mandamientos”.
Un amor genuino por el Cordero
Es difícil no encandilarse con la abierta y sincera intimidad de Juan en su amor por Jesús. No le avergonzó reclinar su cabeza sobre Jesús y preguntarle por información reservada justo después de que hiciera el doloroso anunció de la traición contra Él.
Tenía suficiente amor como para correr hasta la tumba de Jesús después de que María Magdalena informara de la Resurrección, y suficiente competitividad para vencer a Pedro, que corrió al mismo tiempo. Sin duda, en su relato evangélico sobre esta “carrera”, quiso mostrar la deferencia debida al jefe de los apóstoles, pero lo hizo señalando quién ganó la carrera.
Jesús dedicó una de sus últimas palabras desde la cruz a entregar a su Madre a Juan (y a nosotros) y Juan, en su Evangelio, se asegura de señalar que María, desde aquel momento, vivió con él.
Las visiones de Juan sobre el Apocalipsis
Al principio del libro de Apocalipsis, Juan describe cómo le llegaron las visiones un domingo durante su exilio en la isla de Patmos. Jesús mismo le visitó y así era su aspecto:
“Semejante al Hijo del hombre, vestido con una túnica que le llegaba hasta los pies y ceñido con una banda de oro a la altura del pecho. Su cabellera lucía como la lana blanca, como la nieve; y sus ojos resplandecían como llama de fuego. Sus pies parecían bronce al rojo vivo en un horno, y su voz era tan fuerte como el estruendo de una catarata. En su mano derecha tenía siete estrellas, y de su boca salía una aguda espada de dos filos. Su rostro era como el sol cuando brilla en todo su esplendor”.
Semejante descripción hace que la reacción de Juan sea del todo comprensible: “Al verlo, caí a sus pies como muerto”. El Señor lo revivió con una palabra. Ya conocía bien a Juan.