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Los grandes conversos de la Literatura: Gilbert Keith Chesterton

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Kévin Contini - publicado el 19/10/17
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Gilbert Keith Chesterton es uno de los mejores escritores ingleses del siglo XX. Nacido en 1874 y fallecido en 1936, es autor de una obra gigantesca. A la vez periodista, novelista, poeta, dramaturgo, biográfico y ensayista, defendió a la Iglesia católica contra los tópicos expresados en su época en su país, antes de convertirse oficialmente en 1922. Revisión de su recorrido espiritual.Resulta difícil presentar a un hombre tan monumental (150 kilos, dos metros de altura, 100 libros). Apodado el “príncipe de la paradoja”, le gusta ir en contra de las ideas preconcebidas, rebosa cada página de vitalidad, profundidad y alegría.

Él mismo describe su conversión, en su autobiografía El hombre de la llave de oro, en términos de “gratitud”, “paz” y “felicidad”. Y su defensa e ilustración de la fe, la familia y la justicia económica en particular, habrían conducido a la apertura de su proceso de beatificación en 2013. Algunas personas ya están haciendo campaña para que Chesterton se convierta en el santo patrón de los periodistas.

Nació en una familia cristiana unitaria, cuya fe profesaba un único Dios y negaba la distinción en tres Personas. Sus padres eran universalistas, es decir, creían en la Salvación de todas las personas, cristianas o no. Chesterton, que tomó un camino completamente diferente, no dejó de homenajear la tolerancia de sus padres y su lucidez en relación al estado decadente de su propia corriente religiosa.

Como adolescente y luego joven adulto, confiesa ser indeciso, navegando entre el panteísmo y el agnosticismo. Ya como escritor, se describe a sí mismo como “prácticamente un pagano” (La Iglesia católica y la conversión), sin afirmarse desde un punto de vista doctrinal.

“Católico” en su relación con el mundo

Con el tiempo, se dio cuenta de que los intelectuales y periodistas ingleses solamente transmitían clichés y mentiras sobre los “papistas”, sobre Roma y el dogma católico. Al pedirles explicaciones se percató de que no solo no sabían mucho sobre el tema, sino que el simple hecho de hacerles preguntas les parecía chocante.

Contra esta injusticia, pero también contra la ideología del Progreso, y contra un anglicanismo que según él se confunde demasiado con el patriotismo, escribió dos grandes libros en 1905 y 1908: Herejes y Ortodoxia.

Más tarde, dijo de ese período: “En aquellos días, no tenía más intención de hacerme católico que de hacerme caníbal”. “No es que empezara a creer en las cosas sobrenaturales. Era que los ateos comenzaban a no creer en las cosas normales. Fueron los seculares quienes me empujaron hacia una moralidad teológica, destruyendo por sí mismos cualquier posibilidad cuerda o racional de moralidad laica”. (El hombre de la llave de oro)

También en este mismo periodo comenzó a leer la teología cristiana y se dio cuenta de que “sus paradojas correspondían con las paradojas de la vida”. Se percató de que el racionalismo y el materialismo, lejos de ser realistas, conducen a la insensatez.

Cree que toda capilla protestante, por muy sincera que sea, o incluso todo movimiento político y económico, corresponde a una idea católica, aunque descarriada por su separación de la totalidad coherente del dogma. Y únicamente el dogma permite la aleación de la Razón y la Libertad. Finalmente, constata algo: desde su infancia, él era “católico” en su relación con el mundo, ¡excepto que nadie se le había dicho!

El catolicismo es para él el único espacio capaz de aceptar todas las dimensiones de la Verdad: “La Iglesia es una casa con cien puertas, y nadie entra exactamente por la misma” (La Iglesia católica y la conversión).

Después del rechazo del materialismo y de un breve pasaje sin convicción en la creencia “en la Naturaleza”, Chesterton afirmó ser “anglo-católico”, y así regresó a la Iglesia. Pero como él mismo dijo: “El anglo-catolicismo fue mi conversión incompleta al catolicismo”. En efecto, esta doctrina, que busca una síntesis entre las dos corrientes y que recuerda el intento de reconciliación llevado a cabo por el futuro cardenal Newman con sus Tratados para los tiempos, está condenada al fracaso. No le quedaba más solución que dar el salto, a pesar de su apego a su iglesia nacional.

Tres etapas hacia la conversión

Chesterton permanece discreto sobre los detalles de su conversión: “Soy como vosotros; no puedo explicar por qué soy católico, porque ahora que me he convertido en uno, no puedo imaginarme otra cosa” (La Iglesia Católica y la conversión).

Lo que sí se sabe es lo que le hizo dar el paso definitivo: la absolución de los pecados. Sintió que no había nada más verdadero que un renacimiento, que una salud recobrada, no solo después de haber pedido perdón, sino especialmente después de haber dicho la verdad a un hombre de Dios. Por lo demás, “la absolución, como la muerte y el matrimonio, son realidades que uno debe descubrir por sí mismo” (La Iglesia Católica y la conversión).

Aunque se niega amablemente a extenderse sobre su caso personal, Gilbert Keith Chesterton revela las tres etapas que atraviesan las almas en el camino de la conversión. Primero, se dan cuenta de que lo que se dice sobre la Iglesia católica no solo es falso, sino contradictorio, y eso les parece injusto. Luego se dan cuenta de que lo que enseña la fe católica no es tan absurdo después de todo. Finalmente, la tercera etapa es la fase de resistencia a la conversión: el futuro convertido teme ser invadido sin posibilidad de retorno. Esta fase es la más larga y dura, pues las dudas se han convertido en miedo.

El autor hace gala aquí de una gran agudeza psicológica. Lo que teme esta alma casi convencida es simplemente el trastorno de sus hábitos, el antes y el después de la conversión. Sobre este punto, Chesterton se apresura a afirmar que, una vez completado el salto, nada le dio ganas de querer volver atrás: su espíritu se ensanchó y el espacio que se le presentó ante sus ojos se reveló infinito. En cuanto a los hábitos, adoptó uno nuevo: ¡calificar de “católico” a todo aquello que le pareciera bueno, justo o verdadero!

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