Deja tus preocupaciones en sus manos, como ellos, y todo irá bien
Los escritos de estos tres santos siempre son un consuelo y una fuente de esperanza para mí, en aquellos momentos en que necesito que mi espíritu tome un poco de fuerza y vuelva a recuperar la fe y la confianza. He de decir que dejarlo todo en las manos de ese Dios, que a veces es difícil de comprender, no es nada fácil (y todos lo sabemos) pero leer y alimentarnos del testimonio de estos santos –que fueron como nosotros y no lo tuvieron fácil– nos llena (por lo menos a mí) de ánimos y de ganas para seguir avanzando, con la certeza de que, con Dios de nuestro lado, nada podemos temer.
Como a mí me han ayudado (y son mis grandes amigos) se los presento a ustedes también, para que encontrándose con ellos puedan aspirar a vivir un poquito de sus virtudes y de su amor a Dios.
1. Santa Teresita del Niño Jesús
“Soy un alma muy pequeña, que solo puede ofrecer cosas muy pequeñas a Nuestro Señor”
Santa Teresita es una gran santa, pequeñita, muy pequeñita, pero con un espíritu enorme. En el Carmelo vivió dos misterios: la infancia de Jesús y su pasión, por eso quiso llamarse sor Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz.
Ella se ofreció a Dios como su instrumento. Trataba de renunciar a imaginar y pretender que la vida cristiana consistiera en una serie de grandes empresas, y de recorrer de buena gana y con buen ánimo “el camino del niño que se duerme sin miedo en los brazos de su padre”.
“Siempre he deseado ser una santa, pero, por desgracia, siempre he constatado, cuando me he parangonado a los santos, que entre ellos y yo hay la misma diferencia que hay entre una montaña, cuya cima se pierde en el cielo, y el grano de arena pisoteado por los pies de los que pasan. En vez de desanimarme, me he dicho: el buen Dios no puede inspirar deseos irrealizables, por eso puedo, a pesar de mi pequeñez, aspirar a la santidad; llegar a ser más grande me es imposible, he de soportarme tal y como soy, con todas mis imperfecciones; sin embargo, quiero buscar el medio de ir al Cielo por un camino bien derecho, muy breve, un pequeño camino completamente nuevo. Quisiera yo también encontrar un ascensor para elevarme hasta Jesús, porque soy demasiado pequeña para subir la dura escalera de la perfección”.
A los 23 años enfermó de tuberculosis. Murió un año más tarde en su amado Carmelo. En los últimos tiempos de su vida mantuvo correspondencia con dos padres misioneros y les acompañó constantemente con sus oraciones. Por eso, Pío XII quiso asociarla, en 1927, a san Francisco Javier como patrona de las misiones.
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2. Padre Pío
“Solo quiero ser un fraile que reza…”
El Padre Pío es uno de los más grandes místicos de nuestro tiempo, amado en todo el mundo. Nos enseñó a vivir un amor radical al corazón de Jesús y a su Iglesia. Su vida era oración, sacrificio y pobreza.
Alcanzó una profunda unión con Dios en medio del dolor y la alegría, dos experiencias que siempre marcaron su vida y que lo ayudaron a comprender que lo mejor era poner toda su vida en las manos amorosas de Dios.
“Reza, espera y no te preocupes. La preocupación es inútil. Dios es misericordioso y escuchará tu oración… La oración es la mejor arma que tenemos; es la llave al corazón de Dios. Debes hablarle a Jesús, no solo con tus labios sino con tu corazón. En realidad, en algunas ocasiones debes hablarle solo con el corazón…”.
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El Padre Pío tuvo una salud frágil, fue calumniado y expuesto a grandes humillaciones por causa de Cristo, pero siempre se mantuvo fiel en su amor a Dios a pesar de todo. Fue un confesor y un consejero incansable, amó profundamente a la Virgen y a sus hermanos.
“No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios”. Esa exhortación de Cristo la recogió el nuevo beato, que solía repetir: “Abandonaos plenamente en el Corazón Divino de Cristo, como un niño en los brazos de su madre”.
Que esta invitación penetre también en nuestro espíritu como fuente de paz, de serenidad y de alegría. ¿Por qué tener miedo, si Cristo es para nosotros el camino, la verdad, y la vida? ¿Por qué no fiarse de Dios que es Padre, nuestro Padre?” (Homilía de san Juan Pablo II en su beatificación).
3. San Rafael Arnáiz Barón
“Soy un hombre hecho para amar, pero no a las criaturas, sino a Ti, mi Dios, y a ellas en Ti”
San Rafael es un santo joven y poco conocido. Su corazón, desde la juventud, estuvo bien dispuesto a escuchar Dios que lo invitaba a una consagración especial en la vida contemplativa.
Había conocido la trapa de San Isidro de Dueñas y se sintió fuertemente atraído porque encontró el lugar que correspondía a sus íntimos deseos. Así, en diciembre de 1933 interrumpió sus cursos en la universidad, y el 16 de enero 1934 entró en el monasterio de San Isidro.
Después de los primeros meses de noviciado y la primera Cuaresma vividos con entusiasmo en medio de las austeridades de la trapa, de improviso Dios quiso probarlo misteriosamente con una penosa enfermedad: una aguda diabetes que lo obligó a abandonar el monasterio y a regresar a casa de sus padres para ser cuidado adecuadamente.
Regresó a la trapa apenas restablecido, pero la enfermedad le obligó a abandonar varias veces el monasterio, donde volvió otras tantas veces para responder generosa y fielmente a la llamada de Dios.
Se santificó en la heroica fidelidad a su vocación, en la aceptación amorosa de los planes de Dios y del misterio de la cruz, en la búsqueda apasionada del rostro de Dios; le fascinaba la contemplación de lo Absoluto; tenía una tierna filial devoción a la Virgen María —la “Señora” como le gustaba llamarla—.
Falleció en la madrugada del 26 de abril de 1938, recién cumplidos los 27 años. Fue sepultado en el cementerio del monasterio, y después en la iglesia abacial.
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Por Luisa Restrepo
Artículo publicado por Catholic Link