Léo Brézin, escritor, habla sobre la ascética y la mística que descubrió tras practicar la meditación budista¿Cómo se prepara usted para rezar?
Para empezar, es importante preparar nuestro cuerpo a través de la respiración. A veces me ayuda tocar la guitarra para la oración de la mañana. El cuerpo es el verdadero templo del Espíritu Santo.
También intento crear un ambiente apropiado en mi casa, con una imagen de Cristo, una vela, un pequeño taburete donde rezar… Dios está siempre presente, así que basta con que uno esté disponible.
Me encanta recordar el primer mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”.
Este mandamiento me sirve como refuerzo cuando mi pensamiento me desvía, lejos, hacia las preocupaciones materiales, por ejemplo.
Durante una media hora, un tiempo privilegiado, intento ser fiel a esta relación de amistad con Dios, no olvidar que estoy aquí para aprender a amarle “en espíritu y en verdad”.
La duración y el momento elegidos deben ser siempre los mismos y cada uno fija lo que le convenga; como muchos laicos, yo hago media hora, y hay que permanecer constante, sea agradable o no.
Estoy ahí para estar junto a Él y para amarle, independientemente de lo que reciba a cambio. Esto permite comenzar la jornada con una disposición abierta.
A veces encuentro el vínculo hablando con Jesús, encomendándome a Él en un diálogo interior. O me imagino que soy un mendigo delante de un monarca, como aconsejaba santa Teresa de Ávila –reformadora de la orden del carmelo y doctora de la Iglesia– para descubrir la humildad.
También me ayuda recitar en bucle un versículo de un salmo. Al final, Le dirijo varias plegarias, siempre las mismas: que me ayude a amar a mi prójimo como Él mismo, le pido al Espíritu Santo que acuda a mí para ayudarme a amar a mi prójimo durante el día y también le pido a Cristo que me ayude a recibir de Él este día.
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¿Qué diferencia experimenta en relación a la meditación budista?
Lo hermoso de la oración en comparación con la meditación budista es que hay una gran libertad.
La meditación está muy regulada, no tiene movilidad: el zen, por ejemplo, es muy metódico, muy típico de Oriente. Cuando se practica la oración hay más libertad, coincide más con la mentalidad de Occidente.
Creo que incluso puede resultar peligroso para los occidentales practicar meditaciones orientales, puesto que se practican con un rigor casi marcial. Puede incluso acarrear desequilibrios emocionales.
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Habiendo practicado budismo durante tres años, observo que hay una gran diferencia. Me he encontrado con personas psicológicamente frágiles.
La oración se adapta mejor a nuestra mentalidad: en la vida cristiana, estamos en diálogo con un Ser increado.
En el budismo, se habla de “espacio incondicional”, pero no hay un diálogo, no existe la idea de una relación creadora: a través de la meditación uno intenta abrirse al espacio y estar presente durante el día a día.
El hecho de que haya una Persona, una relación de amistad, es algo más concreto, más encarnado y más hermoso.
Hoy en día en Occidente la meditación budista se ha convertido en un método de bienestar y de desarrollo personal, que no es la finalidad ni la práctica del Tíbet, por ejemplo, donde la meditación se inscribe en una dinámica colectiva (los “fieles” van a ofrecer presentes a los monjes). Para ellos, esta acción es tan ordinaria como los es para un Occidental el encender una vela en la iglesia de su barrio.
La oración es una práctica contemplativa, pero se inscribe dentro de la vida de la Iglesia.
Los carmelitas dedican dos horas diarias a la oración y así corresponde en la vida de toda la Iglesia. Rezan, por ejemplo, por los misioneros; pero no por conseguir un bienestar personal, sino por el mundo, por la comunidad.
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¿Cómo se ora?
¿Desde hace cuánto practica usted la oración?
Desde hace ocho años, casi diariamente.
¿Qué le ha aportado?
Se ha vuelto algo indispensable. Si dejo la oración, me siento árido, menos entero. Gracias a la regularidad, he creado un hábito que me ayuda a permanecer fiel a una práctica diaria.
Por la mañana, a menudo siento una llamada a rezar si tardo más de lo normal en empezar.
Según santa Teresa de Ávila, lo que permite saber si una oración tiene éxito es si se derivan de ella los frutos de la humildad y la caridad.
El objetivo de la oración es descender de la cabeza al corazón. El propósito es amar y es necesario permitir que, por un momento, Dios pueda encender una chispa dentro de nuestro corazón.
San Juan de la Cruz (sacerdote carmelita y místico español, doctor de la Iglesia) explicaba que mientras se recitan los versos de los salmos, Dios no puede evitar visitarnos. Es algo irresistible para Él, incluso si es en la noche de nuestro interior.
Este tiempo de recogimiento nos permite amar mejor, gracias al encuentro con Dios, y nos enseña las virtudes de la caridad y la humildad.
La llamada no siempre está ahí, a veces resulta un completo aburrimiento, pero lo importante es ser perseverante, permanecer fiel, al pie del cañón.
No me refiero a una búsqueda de bienestar, sino a cultivar una relación de amistad; siento el fuerte deseo de continuar y no desfallecer por cosas triviales.
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