Nos cuesta mirarnos con humildad. Nos resulta difícil ver todo lo que nos queda por recorrer.
A veces nos cuesta mucho escuchar lo que no nos gusta, aceptar lo que no queremos cargar, entender que hay cosas que tenemos que cambiar.
Es difícil tomar bien las críticas y aceptar lo que tememos sin miedo. Entonces preferimos cerrar los ojos y seguir confiando en que al final ocurrirá algo que cambie lo que tanto tememos.
Me consuela pensar que a los apóstoles también les pasaba. Como a mí. Hoy le entrego a Jesús todo aquello que no comprendo. Yo también, quizás, necesito toda la vida a su lado para comprender algunas cosas, sólo algunas.
Pero sí sé, como sabían los apóstoles, que vivir con Él es la única manera en que merece la pena vivir la vida de verdad.
Jesús es paciente conmigo, con mi falta de comprensión, con mi incapacidad para ver lo que tengo que hacer.
Siempre me espera. Siempre me vuelve a repetir lo mismo. Y yo tantas veces me molesto cuando no me comprenden, cuando no entienden lo que digo...
En la educación de los hijos nos puede pasar muchas veces. Decimos algo mil veces y los que nos escuchan parecen no comprender. Es como si nuestra voz se perdiera en el vacío del desierto.
Cada uno tiene su momento para comprender la vida. No siempre estamos capacitados para entenderlo todo. A veces tenemos que esperar y ser pacientes. Con nosotros mismos. Con los demás. El tiempo nos puede ir abriendo el oído y el corazón para comprender de verdad.
Esa paciencia que nos falta. Nuestras palabras no caen en saco roto. Son semillas sembradas en la tierra, a veces en la roca o en las zarzas.
Jesús mira nuestro corazón y sabe que la semilla algún día dará su fruto. Espera, aguarda, ama. Calla a nuestro lado y camina esperando, porque cree en nosotros, en nuestra alma herida que un día estará preparada para seguir sus pasos, para dar un salto audaz, para creer contra toda esperanza.
Es verdad que a veces vivimos de forma mediocre una vida que Dios sueña que sea plena. Él tiene para nosotros un camino que asciende a las alturas. Pero sabe esperar a que nuestro corazón esté abierto a la vida, a la gracia.
Más allá de lo que nos suceda en la vida, lo más importante es la actitud con la que vivimos las dificultades del camino.
El otro día leía: “La vida no se juega en cómo vives el triunfo sino en la forma en cómo enfrentas la derrota. En ocasiones las cosas van bien, en otras mal. Pero al final todo es para un bien”[1].
Todo se juega en nuestra forma de enfrentar la cruz y la muerte, el dolor y el abandono. La actitud interior cuando no todo sucede como nos gustaría.
Por eso Jesús habla a sus discípulos de la cruz. Para que entiendan lo que significa seguir sus pasos hasta el final. Abre su corazón para que sepan que el camino a la vida pasa por la muerte y el abandono. Y eso no es fácil de comprender.
Preferimos el éxito y la gloria, la fama y alcanzar todo lo que nos proponemos. Destacar sobre los demás y nunca ser olvidados. ¿Cómo aceptar que nuestra vida tenga que pasar por el sufrimiento?
Nuestra gran tentación es querer ser los primeros en la vida. Dios quiere que levante la mirada y no me quede en los detalles del momento. Detalles que serán insignificantes al lado del amor de Dios, de todo su plan de amor por los hombres.
Yo pienso en días y en horas. Él piensa en lo infinito. Hago cálculos humanos, Él me habla de eternidad. Yo le cuento lo que hoy me preocupa, Él sólo me pide que confíe.
Cada uno quiere ser el mayor de todos, el primero, el único, el mejor. ¡Qué triste! ¡Qué habitual! Piensan en llegar a tener un día poder sobre los otros. ¡Cuánta vanidad!
¡Qué tentador es el poder para el hombre que experimenta con frecuencia su impotencia! Sentimos tanto nuestra indigencia que deseamos tener poder sobre la vida, ser reconocidos y admirados.
Es tan grande nuestra falta de amor que queremos llenar esa herida que lacera el alma. Soñamos con ser los primeros para calmar nuestra sed de infinito. Nos gustaría estar a la derecha o a la izquierda de Jesús, muy cerca.
Nos gusta más ganar que perder, el éxito que el fracaso. La fama que el desprecio o el olvido. Nos preocupamos por asegurar nuestra vida y el lugar que ocupamos en ella. Sufrimos cuando perdemos posiciones y no somos tomados en cuenta.
Los celos, las comparaciones, las envidias, el afán de ser reconocido más que otros, el deseo de que me valoren a mí y de que no valoren tanto a otros. El afán por rebajar a los demás para poder brillar yo. ¡Cuánto tiempo perdemos en esas cosas!
Le quiero pedir a Jesús que me regale la mirada limpia para alegrarme siempre del primer puesto de otro. Que sea más admirado, más querido, más valorado que yo.
Le pido que me regale la inocencia de alma, la pureza de corazón y de la mirada. Que me enseñe a no criticar, no pensar mal, no juzgar. Que me dé el poder de saber retirarme y replegarme ante otros.
Si en mi camino me preocupo demasiado por el lugar que ocupo, por el poder que detento, no logro escuchar a Jesús susurrándome su misterio y el mío. Su amor.
Jesús va conmigo, hablando, escuchando. Va compartiendo mi vida paso a paso.
A veces necesito, al llegar a casa, sentarme junto a Él, y preguntarle, escucharle. Necesito oír su voz y sentir su abrazo. Me basta, simplemente, con estar con Él y escucharle, mirarle un rato y mirar juntos el día.
Cada noche me pregunta lo mismo, aunque lo sabe: ¿Qué has soñado? ¿Qué ha inquietado tu corazón? ¿Has estado triste por algún motivo? ¿Qué te pasa en ese mar confuso de emociones que hay en tu alma?
Y yo me callo. Y me quedo como un niño pequeño e indefenso en su presencia. ¡Tantas cosas hay en mi vida que no logro hacer de forma extraordinaria! Y me callo.
Y tal vez temo que me juzgue, que me condene. Que me hable de un futuro de cruz y sufrimiento. Y quisiera tener más méritos que ofrecerle. Decirle que mi vida ha sido fecunda. Y callo delante de Él, como ese niño. Y oigo que habla de mí y me abraza.
¡Cuánto añoro ese abrazo de Jesús cada noche! Me conmueve mucho pensar que el más importante sea un niño. Me impresiona que cuanto más niño logre ser, más importante seré en su corazón, más fuerte abrazará mi vida.
Es un misterio. La paradoja de la vida en Cristo. Jesús se acerca y toca, se abaja y toca. Y quiere que hagamos lo mismo. Que nos dejemos abrazar confiados como los niños. Que abracemos con fuerza al niño que vive en cada hombre.
Jesús, con su abrazo, hace sentir a ese niño la persona más privilegiada delante de Dios. El primero a los ojos de Dios es un niño. Es el que tiene un corazón de niño. Por eso le pido que me enseñe a ser como un niño, abierto y sencillo, agradecido. Ese niño que tiene una capacidad intacta de asombrarse y de asomarse a la vida con ojos limpios.
Nosotros perdemos la inocencia y la confianza. Nos angustiamos en la vida ante el futuro incierto. Le quiero pedir que me ayude a ser como ese niño. Le pido que me enseñe a abrazar como Él lo hace. A tener sus sentimientos, su mirada pura e inocente.
Quiero que eduque mi corazón. ¡Cuántas veces quiero ser el mejor, el más grande, el primero! Me hago niño. Me hago pequeño. El último.
[1] Louis Zamperinni, Don´t give up, don´t give in, lessons from an extraordinary life