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Tus imprescindibles experiencias de luz… ¿las olvidaste?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 16/03/14
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¿Qué momentos felices he vivido? ¿Quiénes son en mi vida las personas en cuya presencia todo cambia? Eso es lo que debería marcar el camino

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La experiencia del monte Tabor cambió las vidas de los discípulos para siempre. Queda grabado en su memoria como un momento de esperanza, como un trozo de cielo. En ese momento logran perder el miedo a la muerte y creen de nuevo en la vida.
 
«Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: – Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: -Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo. Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto».
 
El Tabor es una montaña en medio de una llanura. La única montaña visible en muchos kilómetros. En lo alto del monte todo se ve más pequeño, se ve el camino hacia atrás, se intuye el camino hacia delante. Son esos momentos en los que uno mira la vida con paz, las cosas encajan, los días que a veces parecen puntos sueltos se unen en un camino que tiene hasta cierta lógica. Uno desea que ese momento dure para siempre. Que el amor permanezca. Que la paz se prolongue y la luz no se apague. Tres tiendas, pasar la noche, una, mil, ¿qué importa?
 
Normalmente vamos por la vida sintiendo que nos falta algo, que estamos incompletos, y a veces, en momentos, en lugares, con alguna persona, de repente, sentimos esa sensación de «he llegado, es aquí, estoy en casa». No nos falta nada. ¡Qué descanso! Parecía imposible y ocurre. Ya no hay nada que hacer, sólo contemplar y estar. Es la sensación de plenitud, de estar lleno.
 
Y es verdad que el ser humano está hecho para lo eterno, para la plenitud, para llenarse y tener vida. Dios nos ha hecho muy hondos, muy profundos, por eso buscamos de aquí para allá, por eso vivimos inquietos. Porque estamos heridos.
 
Y a veces, pocas, sentimos que estamos llenos. En esos momentos de Tabor, somos nosotros mismos más que nunca. ¿Cuáles han sido en mi vida esos momentos de Tabor? ¿Quiénes son en mi vida las personas que me llevan de su mano hasta el Tabor y en su presencia todo cambia? Nuestra vida va de Tabor en Tabor. Eso es lo que debería marcar el camino hasta el cielo.
 
Pero para ver así la vida es necesario tener una mirada positiva. Esos momentos se quedan grabados en el alma como se quedaron grabados en el alma de los tres apóstoles y también de Jesús. ¿Qué sentirían los apóstoles como para querer quedarse a dormir allí largo tiempo? Allí descansaron, se encontraban en paz, calmados, acogidos, queridos. Vieron a Dios, tocaron su manto y, además, escucharon su voz. ¡Qué más podían pedir!
 
Nosotros queremos tocar a Dios, escuchar su voz cada mañana. Quisiéramos ver su rostro y escuchar sus palabras de aceptación todos los días.

El Tabor fue una experiencia de cielo en sus vidas. Momentos antes había estado el Señor hablándoles de su muerte y de su cruz. Ellos no entendieron y temían, no querían pasar por el dolor. Es entonces cuando el Señor les hace subir a un monte:

«En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con Él».
 
Jesús eligió a unos pocos para ver el cielo. ¿Por qué no llevó a los doce? Poco importa. No lo sabremos nunca. Pero lo cierto es que los tres que fueron volvieron trasformados. Nada podría seguir igual a partir de aquel día. ¿Por qué no permitió que todos contemplaran su gloria? A lo mejor no todos estaban preparados.
 
Pero, ¿realmente estos tres habían comprendido? Tal vez comprendieron poco. En el momento de la persecución, de la cruz, Pedro, que había visto su gloria, va a negarle tres veces. Sólo sabían que allí se estaba bien, que no querían volver a sus vidas, que los pesares de cada día en ese lugar no pesaban nada.

 
Recordarían con cariño las palabras que Dios dirigía a su Hijo. Las mismas palabras que Dios tenía para ellos. Mi hijo predilecto, el amado. Es el sueño que permite que nos podamos sentar y descansar tranquilos. Todos necesitamos tener experiencias de Tabor. 

De esta forma, hoy en el Tabor, Jesús prepara a los discípulos para lo que viene. Vivir con Jesús es para ellos el hogar. Ven sus milagros, Jesús calma sus miedos, les habla de una forma que ensancha su corazón, les llena de anhelo de vivir y amar como Él. La vida se abre y se muestra como una gran aventura. Se saben queridos, protegidos, cuidados, seguros, escogidos.
 
Jesús va a comenzar su camino a Jerusalén. Después del Tabor sigue el camino hacia el Gólgota. Aquí les muestra su poder, su luz. Para sostenerles cuando entiendan que Él va a padecer. Jesús no quiere que desfallezcan, que se desanimen.
 
Por eso les dice su secreto en el monte, que es el hijo de Dios, que Dios y Él son uno, que con Él siempre van a estar seguros y al final triunfará sobre la muerte. Prepara el corazón de los suyos para que tengan esperanza. Se transfigura delante de ellos y les muestra la luz y la vida.
 
Nos muestra el ideal, ya que el hombre se olvida pronto de lo que puede llegar a ser abrumado por sus límites. El Tabor es un signo de esperanza en medio de la Pasión, un trozo de cielo. Jesús les ha dicho antes de subir que va a padecer y va a morir. Ellos tienen el corazón lleno de dolor. Jesús lo sabe y por eso sube con ellos al Monte, para confortarlos, para darles luz, para sembrar la esperanza.
 
Jesús se lleva a los tres más cercanos, porque los ama mucho, y porque sabe que lo necesitan. El Tabor es el lugar de la intimidad de Jesús con los suyos.
 
El lugar del descanso en medio del camino. El lugar de coger fuerzas antes de continuar. De contemplar, de estar, de disfrutar juntos. De reposar el uno en el otro, de contarse sus cosas. De mirar el paisaje en silencio. De llenar el alma para poder sacar lo guardado cuando falten las fuerzas. De pregustar el cielo y anhelarlo.
 
Aún queda mucho por amar. Y cuando llegue el Tabor de verdad, será mucho mejor. Será para siempre. Pero el Tabor, momento de luz y de esperanza, está unido al Gólgota, grieta que trae la luz definitiva.
 
Por eso los tres amigos de Jesús fueron los mismos que estuvieron también con Él aquella noche en el Huerto de los Olivos, en esa hora de dolor. La montaña y el huerto se unen. La luz y la oscuridad se besan.
 
Jesús quiere que estén junto a Él en esos dos momentos para poder ver su gloria y su humanidad, su luz y su miedo. El misterio impresionante de Dios que va a padecer. Unidos los dos momentos hablan de la grandeza de Jesús, que todo lo comparte con sus amigos. Lo grande y lo pequeño, lo esperanzador y lo difícil.
 
Habla de dos momentos que se repiten en nuestra vida, son los dos polos que se iluminan mutuamente. En la película «Tierras de penumbra», la protagonista que sabe que va a morir le dice a su marido: «El dolor de entonces forma parte de la alegría de ahora, y la alegría de ahora forma parte del dolor de entonces».
 
Es verdad, el dolor va a ser mayor por perder algo tan verdadero como el amor que estaban viviendo, pero también, saber que no es eterno el momento, les hacía disfrutar mucho más ese instante, los unía mucho más y lo hacía más sagrado.
 
Jesús los sube a la montaña porque los ama. No para que vean su poder. Sino porque los quiere mucho. El Tabor antes del camino a Jerusalén. No sabemos si en la pasión, en algún momento en medio de tanta oscuridad, se acordó alguno de los tres de lo vivido en el Tabor y eso le dio fuerzas.
 
Quizás a Pedro le ayudó a creer en el amor de Cristo después de negarlo, quizás a Juan le sostuvo para estar al pie de la cruz al lado de María. De Santiago no sabemos cómo vivió esas horas. Quizás, tímidamente, estaba esa luz de lo que habían vivido y, a lo mejor, les ayudó, no a entender, sino a agarrarse a la vida, a no perder la esperanza.
 
Es verdad que en los momentos de oscuridad es bueno volver en el corazón a esos otros momentos de luz en los que vimos a Dios y no dudamos, en que paseamos con Él y nos sentimos en sus brazos. Eso nos ayuda a creer, a confiar, a tener esperanza. Lo que vivimos en las experiencias de montaña son nuestras raíces en los momentos de desierto.
 

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