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En ocasiones acompaño a personas que no son felices con sus vidas. Y todo porque no logran ver lo bueno que hay en el camino que recorren, la belleza, la música que rodea sus pasos, las pequeñas alegrías diarias en medio de dificultades.
Es como si estuvieran ciegos y no fueran capaces de descubrir la luz en medio de la oscuridad. Envejecen y quieren ser más jóvenes, aman y quieren ser más amados, sufren y no quieren sufrir, corren y quieren pararse, trabajan y quieren descansar.
Y cuando no logran amar correctamente, cuando no viven el dolor con alegría, se desesperan y quieren otra vida diferente, mejor, una vida perfecta. Entonces quieren volver a empezar, casi volver a nacer. Para evitar errores cometidos y tomar las decisiones correctas.
El otro día veía un video de publicidad en el que una marca de agua te hacía sentir más joven. En el anuncio se miraban varias personas en un cristal y se veían igual que cuando eran niños.
Tal vez es cierto que «los mayores se desgastan inútilmente buscando una felicidad que nunca encuentran; en cambio, a los niños, la felicidad les brota de la palma de las manos». Si fuéramos como niños, si miráramos la vida con esos ojos, muchas cosas cambiarían y la felicidad brotaría de nuestras manos.
Pero creo que podemos caer a veces en la tentación de buscar volver a ser jóvenes, niños, y así poder empezar de nuevo. Un cambio imposible de vía, una nueva vida distinta, un amor nuevo y profundo.
Miramos a un lado y a otro y envidiamos lo que no tenemos. Miramos nuestra realidad y no nos gusta, entonces nos quejamos. Quisiéramos cambiarlo todo de un plumazo, volver a ser jóvenes para empezar de nuevo.
En todo caso es como si quisiéramos tener otra vida, otros sueños y proyectos, otras personas a nuestro lado. La insatisfacción duele en lo más profundo del alma. ¿Cómo podrá cambiar todo para ser felices? ¿Cómo lograr todos los milagros necesarios para que nuestra vida funcione correctamente?
Sin embargo, ésa no es la pregunta correcta. En realidad deberíamos preguntarnos siempre: ¿Qué tenemos que cambiar en el corazón para que nuestra vida sea mejor, más santa y plena?
Decía el Padre José Kentenich: «Aprendamos de los santos. Sólo cuando se supieron amados extraordinariamente por Dios, comenzaron a transitar las sendas de la santidad heroica. Por eso tengo que poner mucho énfasis en la meditación de la misericordia de Dios, nadar en las misericordias de Dios, repasar gota a gota todo ese mar de misericordias divinas».
La misericordia de Dios, su amor incondicional y siempre fiel, es el amor que nos rejuvenece, nos hace dóciles y flexibles, nos vuelve niños, nos permite levantarnos y volver siempre de nuevo a empezar. Queremos vidas perfectas, pero no las hay.
Besar la propia vida, con su dolor y su alegría, es el camino de la verdadera santidad. Sólo podemos entregar la vida, romper las ataduras, saltar llenos de fe, cuando al otro lado sabemos que alguien nos espera, cuando confiamos y creemos en un amor que no pasa nunca y espera siempre.
Decía el Papa Francisco que el cristiano, es un hombre de Dios, «si tiene una relación constante y vital con Él y con el prójimo; si es hombre de fe, que se fía verdaderamente de Dios y pone en Él su seguridad; si es hombre de caridad, de amor, que ve a todos como hermanos; si es hombre de paciencia, de perseverancia, que sabe hacer frente a las dificultades, las pruebas y los fracasos, con serenidad y esperanza en el Señor; si es hombre amable, capaz de comprensión y misericordia».
El estar enfermos no puede hacer que perdamos la conciencia de nuestro valor, de lo que podemos entregar a los demás desde nuestro estado. La enfermedad no puede quitarnos el sentido de la vida. Porque nuestra vida siempre tiene un sentido, una vocación, una meta.
Y, además, lo cierto es que, de alguna u otra forma, todos estamos enfermos. Todos tenemos algo de leprosos. Tenemos un tipo de lepra espiritual. Una lepra que puede hacernos sufrir, nos puede marginar, nos puede alejar de los hombres.
¿Cuál es esa lepra que nos cuesta aceptar y nos aísla? Nos cuesta aceptar nuestra historia, nuestro físico, nuestra forma de ser, nuestros límites. Es la lepra que muchas veces nos aísla y nos hace sentirnos incomprendidos y rechazados. Es la lepra que nos aleja del amor de los hombres, porque, antes de nada, nos aleja de nuestro propio amor.
Dejamos de amar nuestra vida y nos recluimos en la soledad, negando nuestra enfermedad.
Por eso es que la única forma de sanar es reconocer que estamos enfermos. Sólo cuando aceptamos nuestra enfermedad podemos iniciar un camino de sanación y buscar ayuda.
Sólo así podremos acercarnos al que puede sanarnos pidiendo auxilio, saliendo de nuestro aislamiento: «Yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: - Jesús, maestro, ten compasión de nosotros».
Los leprosos guardan distancia y suplican sanación. Creen en el poder de ese hombre. El sirio Naamán también busca que el profeta Eliseo sane su lepra: «Naamán, con sus caballos y sus carros, fue a la casa de Eliseo y se detuvo ante la puerta». Se acerca al profeta buscando que sane su enfermedad. Acepta su condición de enfermo e inicia un camino.
Es necesario aceptar que necesitamos ayuda. Los leprosos creen. Quizás es la única opción que les queda y no pierden nada con intentarlo. Habrían oído hablar de Jesús y de sus milagros. Están desesperados. Pero hace falta fe para comenzar a caminar en la oscuridad, con la duda, con el miedo, con la inseguridad. ¿Y si no les cura? Otra oportunidad perdida.
El primer paso es en la oscuridad, es fiarse a ciegas, y ponerse a caminar. Hace falta vencer el miedo a salir y exponer la propia miseria. El otro día leía: «Los valientes son los que son capaces de sobreponerse a su propio miedo». A veces esperamos que Dios venga a buscarnos, a salvarnos porque nos da miedo arriesgar. Nos quedamos parados, esperando, sin hacer nada. Pero Dios necesita nuestra audacia, nos pide que venzamos el miedo. Entonces no nos va a abandonar.
Tal vez demasiado riesgo. ¿Cuántas veces vencemos los miedos y arriesgamos? ¿Cuántas veces pedimos ayuda a otros? El orgullo es más fuerte y nos aísla. Preferimos no expresar nuestra necesidad porque nos hace vulnerables y nos turba. El anonimato es perfecto. El orgullo es fuerte y pedir ayuda es mucho riesgo.
Siempre de camino Jesús se pone a nuestro lado, como hizo con los discípulos de Emaús. Nos cura sin violentarnos, sin llegar a tocarnos. La presencia misteriosa de Jesús en el camino es sanadora. Es entonces lo cotidiano lo que nos salva.
Nos cuesta darle gracias a Dios por la vida que tenemos y tampoco somos capaces de agradecernos los unos a los otros. Eso también nos salva cuando lo practicamos. Sólo la exigencia mata el amor y lo hace infecundo. Si agradeciéramos más en lugar de exigir tantos cambios de forma continua, nuestro amor sería más fecundo.
Cuántas veces buscamos así a Jesús, de lejos! Le pedimos que responda a algo muy concreto que necesitamos. Queremos que nos conteste realizando lo que deseamos. Si nos lo concede, nos alegramos y si no lo hace, nos alejamos de Él heridos. Y si lo recibimos, nos quedamos lejos, sin agradecer, sin dejar que nos toque el corazón, que es lo más importante
¡Cuántas veces sólo le buscamos por sus milagros, y Él nos espera, con su corazón abierto para darnos el agua que nunca se acaba, el descanso que es para siempre, su amor único, personal, incondicional!
Jesús nos saca del aislamiento, del encasillamiento en nosotros mismos, nos ayuda a ponernos en camino hacia los otros. Sólo uno conoció el corazón de Jesús de verdad, su mar de misericordia, su mirada hasta el fondo del corazón. Y seguramente, sólo él comenzó con un corazón nuevo.
Es la actitud del que sabe que todo es don, que nada le pertenece y a nada tiene derecho. Del que no se queja continuamente exigiéndole a la vida que le dé lo que le pertenece. Nos falta humildad y por eso nos quejamos tanto. ¿Cuántas veces nos quejamos a lo largo del día? ¿Está el agradecimiento en nuestros labios con frecuencia?