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San Hugo de Francia

Un obispo amante de la vida contemplativa al que cinco papas le negaron su renuncia

HUGH OF CHÂTEAUNEUF;

Public Domain

San Hugo (significa “el inteligente”), nacido en Francia en el año 1052, fue ordenado obispo por Gregorio VII cuando sólo tenía 28 años. El papa lo envió a dirigir la diócesis francesa de Grenoble, donde permaneció 50 años. En ese largo tiempo intentó renunciar a su cargo ante cinco pontífices, pero ninguno le aceptó su renuncia.

Dedicaba largas horas a la oración y a la meditación y recorría su diócesis de parroquia en parroquia corrigiendo abusos y enseñando cómo obrar bien. Creyéndose un inepto y un inútil para este cargo, se fue a un convento a rezar y a hacer penitencia. Pero el Sumo Pontífice Gregorio VII, que lo necesitaba muchísimo para que le ayudara a volver más fervorosa a la gente, lo llamó paternalmente y lo hizo retornar otra vez a su diócesis a seguir siendo obispo.

Un día llegó san Bruno con seis amigos a pedirle a san Hugo que les concediera un sitio donde fundar un convento de gran rigidez, para los que quisieran hacerse santos, basado en oración, silencio, ayunos, estudio y meditación. El santo obispo les dio un sitio llamado Cartuja, donde fue fundada la Orden de los Cartujos.

Allí el silencio es perpetuo (hablan el domingo de Pascua) y el ayuno, la mortificación y la oración llevan a sus religiosos a una gran santidad. Para san Hugo sus días en la Cartuja eran como un oasis en medio del desierto de este mundo corrompido y corruptor, pero cuando ya llevaba varios días allí, su director, san Bruno le avisaba que Dios lo quería al frente de su diócesis, y tenía que volverse otra vez a su ciudad.

Los sacerdotes más fervorosos y el pueblo humilde aceptaban con muy buena voluntad las órdenes y consejos del santo obispo. Varias veces fue a Roma a visitar al papa y a rogarle que le quitara aquel oficio de obispo porque no se creía digno. Pero ni Gregorio VII, ni Urbano II, ni Pascual II, ni Inocencio II, quisieron aceptar su renuncia porque sabían que era un gran apóstol.

Cuando ya muy anciano le pidió al papa Honorio II que lo librara de aquel cargo porque estaba muy viejo, débil y enfermo, el Sumo Pontífice le respondió: “Prefiero de obispo a Hugo, viejo, débil y enfermo, antes que a otro que esté lleno de juventud y de salud”. Era un gran orador, y como rezaba mucho antes de predicar, sus sermones conmovían profundamente a sus oyentes.

Era muy frecuente que en medio de sus sermones, grandes pecadores empezaran a llorar a grito pelado y a suplicar a grandes voces que el Señor Dios les perdonara sus pecados. Sus sermones obtenían numerosas conversiones.

Al final de su vida, la artritis le producía dolores inmensos y continuos pero nadie se daba cuenta de que estaba sufriendo, porque sabía colocar una muralla de sonrisas para que nadie supiera los dolores que estaba padeciendo por amor a Dios y salvación de las almas.

Un día, al verlo llorar por sus pecados le dijo un hombre: “Padre, ¿por qué llora, si jamás ha cometido un pecado deliberado y plenamente aceptado? “. Y él le respondió: “El Señor Dios encuentra manchas hasta en sus propios ángeles. Y yo quiero decirle con el salmista: “Señor, perdóname aun de aquellos pecados de los cuales yo no me he dado cuenta y no recuerdo”.  Murió a los 80 años, el 1 de abril de 1132. El papa Inocencio II lo declaró santo dos años después de su muerte.

Oremos

Señor, tú que colocaste a San Hugo en el número de los santos pastores y lo hiciste brillar por el ardor de la caridad y de aquella fe que vence al mundo, haz que también nosotros, por su intercesión, perseveremos firmes en la fe y arraigados en el amor y merezcamos así participar de su gloria. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo.

Artículo publicado originalmente por evangeliodeldia.org

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