¿Por qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde? La curiosidad de algunos niños puede ser infinita. Preguntan sin parar y a veces quieres decirles basta. Sin embargo, toda pregunta exige respuesta, ¡y no cualquiera!¡Dichosos los niños que hacen preguntas si tienen a su alrededor adultos dispuestos a escucharlas!
La curiosidad es un tesoro. Aunque algunas de sus preguntas puedan ser indiscretas o poco delicadas, la mayoría muestran una mente despierta que se interesa por las cosas e intenta comprenderlas. Los niños esperan una respuesta confiados en el saber inagotable de papá y mamá.
Los mayores, por lo general, ya no se hacen tantas ilusiones a este respecto, pero eso no les impide interrogarnos, a riesgo de mezclar, a veces, un toque de provocación.
Sea como sea, algunas preguntas nos avergüenzan porque no conocemos su respuesta. O porque se trata de un tema complejo que precisa de muchos matices. O incluso porque la cuestión afecta a secretos familiares o porque nos parece que no es el momento de respondérsela. O, simplemente, porque el niño nos pregunta en un momento totalmente inoportuno.
Entonces, tenemos ganas de poner cara de no habernos enterado o de haber olvidado la respuesta. O tal vez queremos eludir el problema y respondemos: “Ya lo veremos más tarde”. Sin embargo, toda pregunta exige respuesta, ¡y no cualquiera!
Para responder bien a los niños, hay que escucharles bien
Si nos servimos de estratagemas para evitar responder a preguntas bochornosas, nuestros hijos tal vez podrían renunciar a preguntarnos. Pero irán a buscar las respuestas a otra parte y, probablemente, no a los mejores lugares. Habremos perdido una buena ocasión de cumplir con nuestra misión de padres y ganarnos su confianza.
Porque, de hecho, nuestros hijos no esperan que lo sepamos todo, sino que estemos atentos a todo lo que les intriga o les inquieta. Esperan que les respondamos no como lo haría Google o cualquier otro motor de búsqueda en Internet, sino como una persona única a otra persona única.
Para responder bien, hay que comenzar por escuchar. A menudo, lo más importante no es la pregunta en sí, sino “la pregunta detrás de la pregunta”.
Pero ¿qué hacer si no sabemos responder? Reconozcámoslo. Así de fácil. Y si es el caso, ayudémosle a responderla buscando en el diccionario, en Internet, en la Biblia, donde sea…
Cuando la pregunta aborde cuestión religiosa te supera (el misterio de la Santa Trinidad, por ejemplo, o la Eucaristía, la Resurrección, etc.), contéstale con sencillez, dándole esperanza y alegría al descubrir los misterios de Dios. No presentemos esas realidades como enigmas oscuros, sino como maravillas que nunca terminaremos de comprender en la Tierra.
Y cuando la respuesta no sale…
¿Y si nos sintiéramos demasiado incómodos como para responder? ¿Y si, por ejemplo, la pregunta nos toca tan de cerca que no podemos hablar de ello sin una intensa emoción, y si concierne a sucesos familiares que se acordaron no evocar jamás, y si tenemos miedo de herir al niño dándole una respuesta mal adaptada…?
No estamos obligados a responder en el momento: el niño solamente necesita saber que hemos escuchado bien su pregunta, que no le reprochamos haberla planteado (¡más bien al contrario!) y que volveremos sobre el tema en algún momento, poco a poco.
Tomémonos el tiempo de pensar cómo responderle, al meditarlo o al pedir consejo a una persona de confianza podemos encontrar las palabras para responder a sus dudas e identificar aquello que podemos y debemos decir y aquello que debemos callar.
Responder a un niño con sinceridad no significa contarle toda la verdad. No temamos responder a nuestros hijos. Si tuviéramos que tener un miedo, debería ser el de traicionar su confianza y extinguir su sed de verdad, la alegría de conocer y de comprender.
Christine Ponsard