La inteligencia de la abeja, su paciencia, su capacidad para elaborar con el polen un suave alimento, son todas las cualidades de una lectura exigente de la Escritura¿Leer? Para resistir, dar vida a las palabras, aprender a amar. ¡Perfecto! Pero, ante todo, leer para escrutar, comprender y hacer nuestras las palabras del Libro que contiene las huellas de Dios, sus palabras, su presencia secreta, su larga paciencia antes de manifestarse con Cristo.
Pero ¿cómo conseguir leer la Biblia a este nivel?
Leer la Biblia para respirarla
Cuando el diplomático y poeta francés Paul Claudel recorrió la Biblia página a página durante largos años, leía con ojo avizor y la pluma tan alerta como el palo de un zahorí.
Todo, según él, le hablaba a alguno de nuestros cinco sentidos, evocaba una imagen, una emoción espiritual, una lección.
Prácticamente lo único que le faltaba era pegar la oreja a la página para escucharla respirar como a través de un estetoscopio.
“La Biblia respira”, decía. Contiene el aliento de Dios, su Espíritu que obra en la historia de su pueblo y, sobre todo, en nuestra actualidad, nuestra vida aquí y ahora.
Haciendo uso de la inteligencia del corazón, podemos aspirar este aliento, como una especie de boca a boca de reanimación espiritual.
Pero esta insuflación requiere paciencia.
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Benedicto XVI, cuando inauguró el Colegio de los Bernardinos en París en 2008, remontó el origen de nuestra cultura a esta fraternidad de monjes inquietos, en su unidad, por buscar a Dios y compartir su palabra desde un mismo amor por los textos sagrados.
La erudición, la formación, el dominio de las lenguas y las gramáticas se ponían todos al servicio del arte de la lectura.
No como una única manera de leer sino, gracias a los múltiples niveles de sentido en las palabras, con una cascada de referencias de un texto a otro y de una sinfonía de comprensiones añadidas unas a otras. Porque, como dicen los monjes, el saber acumulado en sí mismo no es más que jactancia.
Como una abeja
La lectura está al servicio del deseo de Dios. Al encontrarlo a Él, nos encontramos nosotros. Al encontrarnos un poco, Le buscamos aún más.
El teólogo Guillermo de Saint-Thierry, discípulo y amigo de san Bernardo de Claraval, explicaba a sus hermanos de abadía que hay que rumiar la Palabra, “dando un bocado” cada día y confiándolo “al estómago de la memoria”.
Nada de glotonería, de lectura en la superficie de las palabras, de miradas de pasada. En vez de eso, una lucha amorosa para, como Jacob con el ángel, buscar un reconocimiento que habrá que retomar un poco más tarde.
Entonces, ¿qué cualidad hay que tener para leer bien y respirar la Biblia? Los autores monásticos lo tienen claro: ¡la de la abeja!
La abeja pecorea, va a buscar su alimento por todas partes, en todas las flores de Dios y, de ello, fabrica miel.
Esta inteligencia de la abeja, su paciencia, su capacidad para elaborar con el polen un suave alimento, son todas las cualidades de una lectura exigente.
Todo ello permite, a través de esta amistad familiar con la palabra de Dios, aprender a “conocer el corazón de Dios”, como decía san Gregorio Magno.
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