San Pedro y san Pablo se celebran juntos el 29 de junio, se citan juntos en la letanía de los santos, están a cada lado de Cristo en los mosaicos de los ábsides bizantinos o romanos… Y, sin embargo, no se frecuentaron mucho.
Pablo se reunió con Pedro y los demás “pilares” de la Iglesia de Jerusalén en dos ocasiones. Se cruzaron en Antioquía y fue motivo de un conflicto. Por último, pudieron reencontrarse en Roma en tiempos de Nerón.
No sufrieron el martirio el mismo día ni, sin duda, el mismo año. Su fiesta litúrgica rememora quizás un traslado de sus reliquias en una época de persecución. Entonces, ¿por qué no va nunca el uno sin el otro?
San Pedro y su fe sólida en Cristo
Simón Pedro debería llamarse mejor Simón-roca. “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia” (Mateo 16,18). Inquebrantable.
Pero no es que Simón fuera muy sólido: sus grandes impulsos se quedaban cortos, quiso caminar sobre el mar pero se hundió, debió ser el último en abandonar a Jesús pero sería el primero en renegar de Él.
No, lo que es sólido, “infalible”, es su fe. La fe como carisma que no viene ni de la carne ni de la sangre, sino del Padre.
Comprendemos entonces lo de “las llaves del Reino”: la autoridad de Pedro y de sus sucesores es necesaria para mantener a la Iglesia en la verdad y, por tanto, en la unidad.
San Pablo, un apóstol audaz
Pero la libertad de Pablo es necesaria para mantener a la Iglesia en la novedad del Espíritu Santo, aliento imprevisible en un mundo en movimiento.
Sin la audacia paulina, la fidelidad puede convertirse en orgullo. Y se degradaría entonces en rigidez, y la unidad en uniformidad.
Pero sin la vigilancia petrina, la diferencia puede también reivindicarse con orgullo. Se convierte entonces en divergencia, mientras que la misión se expone a compromisos.
Así, este doble patronazgo es precioso y no hay que abandonarlo: san Pedro y san Pablo, ¡rueguen por nosotros!
Por el padre Alain Bandelier