Vigilancia de los ojos y de los oídos, combate espiritual, Eucaristía
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El corazón se menciona más de 800 veces en el Antiguo Testamento y 150 veces en el Nuevo. El corazón es a la vez el órgano físico y el lugar más íntimo del ser humano. No es solo la sede de los sentimientos, sino también la de las elecciones con inteligencia y voluntad.
Por eso Dios nos “manda” que Lo amemos “con todo tu corazón”. Pero ¿qué significa esto?
Nuestro corazón puede estar compartido entre grandes deseos de bien e inclinaciones hacia el mal. El pecado, por tanto, tiene aquí su origen y trae la división a la intimidad misma del hombre.
El grito del orante consistirá entonces en mendigar un corazón, UNO (Sal 86) como Dios mismo es UNO. Un corazón unificado en sus deseos, sus pensamientos y sus acciones. Un corazón orientado hacia el único Señor.
Para unificar nuestro corazón, hay que evitar dejarse invadir por razonamientos falaces o ideas a veces obsesivas. Es lo que llamamos el “combate espiritual”.
Gracias a la “vigilancia de los ojos” y la “vigilancia de los oídos”, velamos constantemente por mirar y escuchar para permanecer unidos al Señor en cada instante de nuestra vida.
En la oración de la mañana, el judío ata sobre su brazo izquierdo –el del lado del corazón– y sobre su frente –el espíritu– unas cajitas llamadas tefilín o filacterias. Estas cajas contienen la palabra de Dios.
Este gesto va acompañado de una oración, que anuncia el propósito de “someter los deseos y pensamientos de nuestro corazón a Su servicio”.
Este “sometimiento” a Dios se convierte en el único medio de liberarse de la esclavitud del pecado. Permite emprender el auténtico Éxodo –la salida de “uno mismo”– para caminar hacia la tierra de libertad que se encuentra en Dios.
El corazón de Jesús nos arrastra a un amor loco
Cristo vive en plenitud esta libertad del hijo de Dios: Él no tiene otra voluntad que la del Padre; ningún otro deseo que el de amarle y hacer lo que Él manda.
Comprendemos entonces por qué toda la Historia del universo converge hacia el corazón de Cristo.
Descubrimos en su corazón el amor sin límites que Le consumió por su Padre celestial y lo inflamó de celo por todos y cada uno de nosotros.
Bajo el símbolo del corazón humano de Jesús se desvela lo infinito del amor divino. El corazón de Jesús nos arrastra, también a nosotros, a un amor loco, decía santa Teresa de Ávila.
San Juan sitúa Pentecostés en el momento en que el corazón de Cristo estalla bajo el golpe de la lanza. Es entonces, en ese instante preciso, que el Espíritu Santo se dio al mundo.
El Espíritu Santo nos es “transferido” para crear en nosotros un “corazón nuevo”, un corazón filial a semejanza del del Hijo Unigénito de Dios.
El corazón de Jesús palpita en su cuerpo eucarístico. La hostia es, ahora, el trono de la misericordia divina y el lugar del Pentecostés perpetuo.
La Eucaristía es una “escuela de libertad” que nos enseña el lenguaje del amor, el lenguaje del “don”. El don que brota del corazón de Dios: el Espíritu Santo; el don de uno mismo, auténtica dicha del corazón humano.
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