La incertidumbre y la imprevisibilidad provocada por el COVID-19 han surgido para trastornar la vida de millones de personas. Una preocupación permanente sobre el futuro ocupa ahora la mente de todos. ¿Cómo avanzar y continuar viviendo más allá de estos miedos?
El miedo es un término genérico muy amplio para designar diversas nociones. Es una reacción natural y psicológica, a veces de gran utilidad. Primero, es un reflejo de supervivencia que viene de nuestro lado animal. Nos salva la vida cuando nos hace correr para escapar de un peligro. También es un estimulante que nos mantiene en alerta. Puede también paralizarnos o hacernos realizar actos insensatos. A un nivel más profundo, el miedo provoca inquietud, sobre todo en relación al futuro y a todo aquello que no controlamos. Sin embargo, es posible superarlo.
Para entender este sentimiento en Aleteia hemos consultado al fraile Alain Quilici, prior del convento de los dominicos de Toulouse, Francia.
– ¿Cómo se lucha contra el miedo por el futuro?
Sentimos miedo de lo desconocido y, por tanto, del futuro. El rechazo de la enfermedad y de la muerte, inscrito en nosotros de forma instintiva, sigue siendo un temor esencial. Se nos incita a gestionar esas angustias a través de seguros (de jubilación, de incendios, de robo, de enfermedad), a multiplicar las garantías contra todos nuestros temores bajo el pretexto del realismo. Sin embargo, la inseguridad sigue siendo la misma: todas esas precauciones nunca podrán protegernos al 100 % del peligro.
El único antídoto está en vivir en el presente, centrados sobre lo que tenemos que hacer hoy.
San Luis de Gonzaga decía: “Si me anunciaran mi muerte inminente, continuaría jugando si fuera la hora de jugar”. Eso es lo que Cristo nos invita a practicar en el Evangelio: “No se inquieten por su vida (…). Miren los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, el Padre que está en el cielo los alimenta”.
– Cuando Cristo nos dice “No se inquieten”, ¿de qué quiere liberarnos?
De todos nuestros miedos humanos, los más naturales. Cristo nos conoce íntimamente. Y en el Evangelio, los llamamientos a la paz del corazón son frecuentes. Los apóstoles en la barca, durante la tempestad, tenían buenos motivos para temblar. Todos esos temores son legítimos. Jesús no reprocha nada, más bien al contrario, quiere apaciguarnos. Como una madre que dice a su pequeño: “No tengas miedo, estoy aquí”.
La acción de Dios, tal como nos la revela Cristo, es una acción tranquilizadora. El Señor, que invita al hombre a no atemorizarse, se revela como maestro de los acontecimientos que nos amenazan. Él es más poderoso que ellos. Vela por nosotros. No se trata de una invitación humana a dominarse por la mera voluntad, sino una incitación a confiar en Él. Este es el combate del creyente.
El remedio para el miedo es ponerse en manos del Señor. San Juan Pablo II retomó este mandato en otro contexto, el de los miedos de nuestras sociedades: “No tengáis miedo de los demás, no tengáis miedo de ser vosotros mismos. ¡Sed libres!”.
– ¿Esta petición de Cristo es realista? ¿Podemos estar tranquilos?
Cristo no suprime el miedo visceral ni la muerte, sino que los transforma ambos. Él venció a la muerte, que pasó a convertirse en la puerta de entrada a la vida eterna. El mártir tiene miedo, seguro, pero confía en Dios. Santo Tomás Moro, en sus cartas desde la prisión a su hija, habla mucho de su angustia ante la muerte pero, cuando llega al cadalso, encuentra fuerzas para decir con humor a su verdugo: “Le doy las gracias ahora por hacer su trabajo porque después me resultará más difícil”.
– ¿El santo no elude el miedo?
Jesús mismo, en su agonía, tuvo miedo. Los santos y los mártires tienen confianza en la enseñanza del Señor: “No teman a los que matan el cuerpo…” (Mt 10,28). El Evangelio es un gran libro de consuelo. Lo vemos en las Parábolas. Aunque Dios es un maestro exigente, también es consolador.
– ¿Qué podemos temer legítimamente?
Traicionar a Dios, pecar, no ser fieles a sus enseñanzas, a esto debemos tener miedo. Recordemos a san Luis y las recomendaciones que hizo a su hijo en su lecho de muerte: “Guárdate ante todo del pecado mortal”, el que cometemos sabiendo que nos aleja de Dios definitivamente si nunca pedimos perdón. “Teman más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo a la Gehena [al Infierno]”, dice Mateo.
El miedo al tentador es un miedo salvífico que nos mantiene alerta. Debemos ser vigilantes ante las tentaciones, entre las que el orgullo es la mayor de todas. Distingamos bien prueba de tentación: el diablo quiere arrastrarnos al mal y hacernos caer, mientras que Dios permite que afrontemos pruebas para hacernos crecer. Como los exámenes a los que se somete el estudiante para pasar al curso superior.
Contra un adversario espiritual hay que utilizar armas espirituales para situarse en el terreno justo del combate que debemos afrontar:
- hacer la señal de la cruz en un momento en que la lucha se vuelva demasiado cruda,
- confiarse a la oración de la Virgen María,
- decir un rosario,
- hacer un camino de la cruz,
- privarse de un placer inútil…
Florence Brière-Loth