3 asequibles pero buenísimas respuestas para cuando nos sentimos indignos de ser amados por Dios por no poder devolverle ese amor
Frente al Infinito, uno se siente muy pequeño y, ante este Amor puro y total, uno se siente indigno. Pero la indignidad cristiana está impregnada de humildad y de confianza. Es pacífica y alegre.
No tenemos nada que demostrar, nada que merecer: ¡Dios nos ama, punto! Esto es lo que sentimos cada vez que la gracia de Dios nos toca.
Pero en la experiencia de conversión, o en aquellas etapas en las que sentimos que algo está sucediendo dentro de nosotros, el primer sentimiento es una especie de estupor.
Como Isabel dando la bienvenida a María durante la visita: “Pero ¿cómo es posible que la madre de mi Señor venga a visitarme?” (Lc 1, 43).
La liturgia también nos lo da en el corazón cada vez que vamos a la comunión: “No soy digno de que entres en mi casa…“.
Pero también puede haber una trampa del diablo: cuanto más tratamos de ser dignos, menos llegamos allí y más parece que Dios se aleja. ¿Qué hacer? ¿Dejarnos hacer?
3 asequibles y buenas respuestas a Dios
Es el Espíritu Santo quien nos hace hijos en la maternidad de María. En los inicios de nuestro humilde amor, el Padre reconoce la voz del Amado, en quien ha puesto toda su bondad. Él valora nuestras respuestas sin pretensiones. Nuestra primera respuesta, demasiado olvidada, es pensar en decir “gracias”. A la gracia, debemos responder con acción de gracias.
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La segunda es simplemente ofrecer lo que podamos. Nuestra buena voluntad, nuestra fidelidad en las pequeñas cosas, mil oportunidades para amar un poco.
La tercera, preciosa a los ojos del Señor, es la ofrenda de lo que nos hace sufrir, comenzando con este doloroso deseo de dar mayor testimonio a Aquel que nos ama y que es tan poco amado.
Por el padre Alain Bandelier