¿Podemos disfrutar de la felicidad sin temblar de miedo a perderla? A menudo, cuando todo va bien en nuestras vidas (incluso demasiado bien, según nuestra opinión) tenemos miedo. Es una reacción muy frecuente. Como si la felicidad nos atemorizara y quisiéramos evitar un mal destino imaginando lo peor para no sentirnos decepcionados. Pero, ¿por qué tenemos tanto miedo de ser felices? ¿Cómo podemos deshacernos de este sentimiento de miedo?
Dios nos creó para que seamos felices, y el sufrimiento sigue siendo uno de los mayores misterios a los que nos enfrentamos. La Fe, en cierto modo, hace aún más opaco este misterio: si Dios no existe, el sufrimiento es inevitable, pero si Dios es amor, ¿cómo puede consentirlo? Entonces podemos ser tentados a negociar con Dios: “Te doy si Tú me das esto”, como si se tratara de domesticar una especie de divinidad todopoderosa, dispuesta a dañarnos. Pero Dios es nuestro Padre: Él nunca desea nuestra desgracia y nunca deja de liberarnos del mal, sea cual sea su rostro. Nadie, más que Él, quiere nuestra felicidad, y nadie, aparte de Él, puede hacernos felices.
Porque tenemos miedo de la desgracia que nos espera, tendemos a desconfiar de Dios, tendemos a poner nuestra confianza en todo tipo de amuletos de buena suerte, en vez de ponerla solo en Él. No nos atrevemos a entregarnos totalmente en sus manos, a entregarle todo: a los que amamos, a los que estimamos. Porque tenemos miedo de que Él “se aproveche de ello”. Por supuesto, Dios “se aprovecha” de lo que nosotros le confiamos. Él lo emplea bien, no para Él, sino para nosotros. No para desposeernos y jugarnos una mala pasada, como el maligno busca persuadirnos, sino para liberarnos. Cuando nos aferramos a nuestra felicidad, no la saboreamos realmente, pues el miedo a perderla nos acapara.
Dejarse guiar por Dios
Si ponemos nuestra mano en la de Dios, no impedirá que la infelicidad penetre en nuestras vidas, pero ya no tendremos miedo de la oscuridad de la noche. “Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo: tu vara y tu bastón me infunden confianza.” (Salmo 23). Dios tiene grandes ambiciones para sus hijos, no quiere solo darles un poco de felicidad a la altura del suelo, sino que quiere llenarles con Su propia felicidad. Esta felicidad no es de este mundo, sino que nos es dada – a través del sufrimiento – de este mundo.
Cuanto más capaces somos de acoger la verdadera felicidad, más felices somos en profundidad. Sin embargo, cuando todo va bien, a veces podemos perder el deseo de esta verdadera felicidad, podemos estar satisfechos con una pequeña felicidad que nunca nos satisfará. Pero si buscamos la verdadera felicidad, Dios se une a nosotros incluso en el corazón de las angustias más oscuras para dárnosla. Es un camino misterioso, que contradice todas nuestras ideas sobre la felicidad: un Vía Crucis. Pero Él siempre conduce a la Pascua.
Cuando nuestra felicidad en la tierra es como un reflejo de la felicidad del Cielo, el Maligno nos susurra: “Es demasiado bueno para durar”. Lo contrario es cierto: es la maldad la que es “demasiada fea para durar”. No ahoguemos en nosotros mismos el deseo de felicidad sin fin. Pongámonos a disposición de lo que Dios quiere darnos: es algo muy hermoso. ¡Es demasiado bonito para que se acabe!
Christine Ponsard