Veo a mi alrededor un mundo que parece desmoronarse. Me sorprende cómo prolifera el pecado a nuestro alrededor. Pero no me desanimo. Me gusta ser optimista. Creo en la Misericordia de Dios.
¿Y las tentaciones? Basta que salgas a la calle, o enciendas tu ordenador y allí encontrarás la tentación a flor de piel. Cuando eso ocurre acudo a nuestra Madre celestial. Le pido que me cubra con su manto para no caer y evitar ofender a su Hijo.
Ya lo decía san Juan:
“Si decimos que no tenemos pecado, nos estamos engañando a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Pero si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará nuestros pecados y nos limpiará de toda maldad.” (1 Juan 1, 8-9)
Por eso cuando cometo un pecado voy lo antes posible a la Iglesia y acudo al sacramento de la Reconciliación. Busco un sacerdote y me confieso. Lo sé bien, “sin la gracia, estoy perdido”.
A menudo me digo: “¿Qué sentido tiene vivir en pecado?” Es como cargar un pesado fardo lleno de pierdas sobre nuestra espalda.
Tengo un amigo que llevaba años sin confesarse. Un buen día se me acerca para contarme lo desilusionado que estaba con todo. Lo habían traicionado en los negocios. Había perdido su empresa. Y no le hallaba sentido a la vida. No era la primera vez que escuchaba este argumento. Por eso me animé a recomendarle:
― ¿Y qué tal si mejoras tu relación con Dios?
― ¿Cómo? ―me preguntó ― He sido una buena persona. ¿Qué más debo hacer?
Recordé estas fuertes palabras de san Juan:
“Si decimos que estamos en comunión con él mientras caminamos en tinieblas, somos unos mentirosos y no estamos haciendo la verdad. En cambio, si caminamos en la luz, lo mismo que él está en la luz, estamos en comunión unos con otros, y la sangre de Jesús, el Hijo de Dios, nos purifica de todo pecado”. (1 Juan 1, 6-7)
Nada se compara a vivir en comunión y la cercanía de Dios.
Le respondí:
―Me parece que una buena confesión ayudaría mucho.
―Tengo años sin confesarme.
―Es muy sencillo. Cuando te reciba el sacerdote le pides que te ayude a hacer una buena confesión. Te va a preguntar cuándo fue la última vez que te confesaste. Seguramente te va a recordar los mandamientos y te irá preguntando a cuáles has faltado. Luego te da la absolución sacramental y listo.
No sé cómo, pero se convenció y buscó un sacerdote durante la misa para confesarse.
Al día siguiente nos volvimos a encontrar. Esta vez era otra persona. Estaba animado.
―No me lo creo ―me dijo―. ¿Cómo no lo hice antes? He salido sintiendo un gran alivio en el alma y con la oportunidad de hacer esta vez las cosas bien.
Le di un abrazo fraternal.
―Nuestro Dios es el Dios de las oportunidades ―le recordé animándolo.
Se marchó feliz. Vi en él el efecto maravilloso de la gracia, que nos transforma y cambia las vidas, acercándonos a la presencia bondadosa de Dios.
Qué bueno es Dios que nos da en este Sacramento la oportunidad de reconciliarnos con Él.
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Te dejo con una canción que me gusta mucho.
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