La liturgia permite escuchar mucho, sobre todo la Palabra de Dios; esto pasa en la Misa y, desde el Vaticano II, en todos los ritos, desde la bendición del rosario hasta el sacramento de la reconciliación y todos los oficios cotidianos.
Escuchar ocupa un lugar especial en nuestra tradición espiritual. Basta pensar en la "Shemá", la oración del pueblo hebreo, que es también un mandamiento, una actitud primera que hay que adoptar y hacer siempre nuestra: "Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único". (Dt 6,4).
También podemos pensar en la primera palabra de la Regla de san Benito, que promete ser impresionantemente fecunda: "Escucha, hijo mío". Incluso la psicología actual insiste en la importancia de la escucha, calificada de "activa" o "benévola" y asociada a tantos "beneficios".
Sin embargo, a algunos fieles les gusta escuchar -¿pero es realmente posible? - leyendo el texto proclamado en la hoja de Misa, un Magnificat o incluso… su teléfono.
El misterio de la Encarnación
Esta costumbre, que no es mala en sí misma, tiende a eclipsar lo esencial: "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1,14).
El prólogo del Evangelio de Juan, leído en la Misa de la mañana de Navidad, proclama solemnemente que el cristianismo no es una religión de libros, sino la fe en una persona, Cristo.
La veneración y el uso de las Escrituras, por buenas que sean, están ordenados al encuentro de cada persona con Dios.
Así, en la liturgia de la Palabra, durante la Eucaristía, Dios está presente. Especialmente durante la proclamación (y no la lectura) del Evangelio, que es por lo que la congregación se pone en pie.
¿Podemos nosotros mismos estar presentes mirando una hoja de papel o un teléfono? La respuesta no es obvia, pero hay que planteársela, para que volvamos a ser conscientes del valor de este momento esencial.
Juan, de nuevo en su primera carta, se refiere a la transmisión de la fe de los apóstoles a sus sucesores y discípulos. La frase fue retomada por el Concilio Vaticano II para introducir la Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación:
"Os anunciamos lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que nuestras manos han tocado con la Palabra de vida" (1 Jn 1, 1 y Dei Verbum §1).
Tampoco en este caso se trata de un texto para meditar, sino de un encuentro sensible.
Leer primero, escuchar después
Evidentemente, leer los textos del día ayuda a asimilarlos, a mantener la concentración y a prestar más atención a los detalles cuando se escuchan. Por tanto, escuchar puede ser más provechoso, pero leer puede no ser concomitante. ¿Por qué no leer los textos la víspera o por la mañana, para despertarse, como el profeta, con la Palabra (cf. Is 50,4)?
Cualesquiera que sean los medios elegidos para escuchar cada vez más de cerca al Señor, la Presentación general del Leccionario romano recuerda que el Espíritu Santo es el único dueño de las palabras que Él mismo ha inspirado e inscrito en el corazón de los fieles:
"La Palabra de Dios proclamada sin cesar en la liturgia está siempre viva y es eficaz por la fuerza del Espíritu Santo" (§ 4).
El Espíritu Santo es también el único maestro de su traducción en actos, ya que si Dios ha hablado a los hombres, es para que se dirijan a Él y a los demás: "Puesto que Dios mismo comunica su palabra, espera siempre una respuesta, que es la escucha y la adoración […].
El Espíritu Santo, en efecto, hace eficaz esta respuesta, de modo que las palabras escuchadas en la acción litúrgica pasen también a la vida, según esta enseñanza: "Pongan en práctica la Palabra y no se contenten sólo con oírla." (St 1,22)" (§ 6).