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Quizá algunos lectores lo recuerden: a principios de los 80 el gran éxito de la extensa novela de James Clavell, Shōgun, originó una miniserie de televisión protagonizada por Richard Chamberlain y Toshirô Mifune, ambos actores muy de moda por entonces. Lo que quizá menos sepan o recuerden es que se estrenó en cines, en 1981, un montaje de unos 150 minutos.
Han tenido que pasar más de tres décadas para que alguien con olfato comercial y artístico haya decidido rescatar aquella novela para volcarla de nuevo a la televisión. El éxito se ha saldado con casi 50 premios, entre ellos 18 obtenidos en la última ceremonia de entrega de los Emmy.
No sorprende: Shōgun es una serie deslumbrante de 10 episodios, de una hora de duración cada uno, lo que arroja una especie de película larguísima porque su producción y su factura visual están más próximas a las del ámbito cinematográfico que a las del televisivo.
Puede que el espectador se enrede un poco con los vericuetos de la situación política y social que sirve de marco a la historia, inspirada en hechos reales: transcurre en Japón, en el siglo XVII, en mitad de crisis y de luchas por el poder en cuyo epicentro está Yoshi Toranaga (interpretado por el magnífico actor Hiroyuki Sanada, al que muchos recordarán por su papel en Bullet Train), un daimio o soberano feudal destinado a convertirse en shōgun, algo así como un “comandante del ejército”. La vida de Toranaga peligra por un complot del Consejo de Regentes al que pertenece.
En el año en que arranca la trama, 1600, la presencia de los jesuitas ya era más que notable, y aún pasarían 40 años hasta los hechos que describe Martin Scorsese con mano maestra en su espléndida “Silencio”. Así, hay una fuerte oposición entre los daimios cristianos y los daimios que prefieren mantener sus tradiciones religiosas. Los jesuitas portugueses y españoles constituían entonces poderosos aliados para el comercio. Estos vínculos empapan la serie de principio a fin.
Samuráis en medio de católicos y protestantes
Un barco holandés naufraga en las costas de Japón durante este ambiente de alianzas y rivalidades. A bordo va un piloto inglés y protestante llamado John Blackthorne (Cosmo Jarvis), decidido a alterar las relaciones de los japoneses con los jesuitas portugueses y ganar terreno en el comercio con Europa. Los samuráis lo convierten en prisionero y, poco a poco, salvando su pellejo de milagro porque para los japoneses es “un bárbaro” de costumbres horribles y pésimos modales, acaba sirviendo a Toranaga.
Aunque al principio Blackthorne reniega de los japoneses y se espanta con sus costumbres, se va adaptando a sus hábitos y sus conductas e incluso a su idioma. Blackthorne odia tanto a los jesuitas católicos y los considera tanto como villanos que, en principio, parece que la serie va a caer en el maniqueísmo. Por fortuna no es así, y dos cuestiones cambian nuestra percepción.
Para empezar, introducen el personaje de Mariko (Anna Sawai), súbdita de Toranaga y su principal traductora, obligada a acompañar siempre al piloto inglés para facilitarle la comunicación.
Mariko fue educada en el catolicismo, la fe y la cruz la salvaron durante una de sus crisis y siempre la vemos con un crucifijo colgado del cuello: ese crucifijo alcanza una importancia esencial en los dos últimos episodios. Es una de esas mujeres fuertes y supervivientes que debe afrontar numerosos trances y conflictos internos: su devoción católica, su lealtad a su señor y su obligación de acompañar a alguien que aboga por el protestantismo. Por eso en ella siempre chocan su fe en la cruz, su observancia de las costumbres locales y su aversión a la conducta de un bárbaro protestante.
Pero dos personas pueden entenderse aunque provengan de lugares remotos y se hayan educado en religiones diferentes: y Mariko y Blackthorne acabarán enamorados aunque nunca pongan palabras a su situación.
Más adelante, en torno al episodio octavo, volvemos a ver a un jesuita portugués que regresa a hablar con Toranaga y trata de convencerle de que no se rinda ante el Consejo de los Regentes. Este personaje y el piloto inglés, que al principio habían chocado, empiezan a tratarse de una manera cordial e incluso a entenderse.
Es por eso por lo que sería un error situarse desde el principio en la óptica de Blackthorne, dado que la serie ofrece otros puntos de vista, otras costumbres y otras posibilidades. No desvelaremos la importancia de la religión en los últimos episodios para no caer en spoilers.
Quizá el mayor logro de Shōgun (además de su impecable factura técnica, donde todo está en su sitio, desde las interpretaciones hasta la fotografía, pasando por la ambientación, el vestuario, la música y la puesta en escena) consista en la suma abundante de sus contrastes. Contrastes entre las costumbres de los asiáticos y de los europeos. Entre Oriente y Occidente. Entre los señores y los siervos. Entre las damas y las cortesanas. Entre los japoneses y las japonesas.
Así, los samuráis aparecen habitualmente como hombres rudos, feroces, implacables, aunque siempre con un sentido del honor que lo supera todo, y unos modales exquisitos cuando se trata de acatar las normas, los protocolos y las lealtades.
Las mujeres, en cambio, son delicadas, hablan en voz baja y su idioma no parece un surtido de tonos furiosos sino que nos parece música; saben que su dominio de una situación está en sus palabras, en cómo las utilicen, y en su inteligencia.
Las palabras de ellas, como veremos, permanecen en la memoria de los personajes gracias a sus poemas y a sus consejos. Las mujeres de Shōgun resultan ser el punto fuerte de la serie.
Una serie fascinante que, por otra parte, contiene algunas escenas de violencia que no desentonan, pero que pueden dejar atónito al espectador cuando vea rodar cabezas y miembros.