La vida cotidiana está llena de ruido, y la prisa con la que nos movemos no deja espacio a la reflexión, que es un ejercicio fundamental para detectar nuestras carencias espirituales. Además, si no nos tomamos un tiempo para nosotros y para escuchar lo que Dios tiene que decirnos a través de su Palabra, estaremos propiciando una sordera espiritual que poco a poco dañará todas nuestras relaciones.
Afortunadamente, como toda enfermedad, tiene síntomas que podemos detectar fácilmente para ponerle remedio.
Oímos, pero no escuchamos
Dice san Pablo en su carta a los Hebreos (4, 12):
"Porque la Palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que cualquier espada de doble filo: ella penetra hasta la raíz del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón".
Sin embargo, si no escuchamos la Palabra con atención y dejamos que penetre en nuestra alma, sencillamente no tendrá efecto en nosotros.
Dios nunca forzará a alguien a amarlo y a cumplir sus preceptos, por eso, el remedio está en abrir los oídos, pero sobre todo, aprestar el corazón para que haga efecto.
Distorsionamos su verdadero sentido
La Palabra de Dios es clara y directa, por eso no podemos interpretarla a nuestro parecer. Quien busca acomodarla a su gusto es porque desea un Dios a su medida.
Recordemos que los mandamientos del Señor no pasan de moda ni tienen fecha de caducidad.
El remedio está en ser humildes y permitir que Dios nos hable, sin ponerle objeciones. Nadie más que Él sabe lo que nos hace falta y nos dará lo que requerimos para salvarnos, por eso, aceptemos su Palabra sin oposición, y Él actuará de acuerdo a nuestras necesidades.
Lo entendemos pero dudamos en seguirlo
Sí, hemos escuchado, entendimos qué es lo que Dios quiere, pero la duda nos asalta. ¿Por qué no dejamos atrás lo que nos ata, porqué no nos deshacemos del pecado? o ¿por qué no nos decidimos a seguirlo, si nos invita a predicar con nuestro testimonio y nuestra palabra?
Quizá porque es doloroso. Sin embargo, lo que Él tiene para nosotros no se compara con nada que el mundo pueda ofrecernos.
Que la sordera espiritual no nos impida amar al Señor plenamente, porque, al final, es lo único que vale la pena.