El Magisterio social de la Iglesia señala, en efecto, que “la autoridad debe emitir leyes justas, es decir, conformes a la dignidad de la persona humana y a los dictámenes de la recta razón” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia –CDSI–, n. 398). Desafortunadamente esto no siempre se cumple a cabalidad. De hecho, hay veces en que el entramado jurídico de un Estado está tan infectado con el virus de la corrupción que acaba protegiendo intereses particulares, alejándose así del supremo interés que debería prevalecer en todas las leyes: el bien común.
Una autoridad que desatiende su vocación de servicio público pierde legitimidad, sea esta de naturaleza ejecutiva, legislativa o judicial; sea del orden federal, estatal o municipal. ¿Qué hacer al respecto?
Hay que recordar que la democracia va madurando cuando los ciudadanos, conscientes no solo de su posibilidad jurídica, sino de su obligación moral, deciden remover de sus encargos a los servidores públicos incompetentes y/o corruptos, mediante los mismos mecanismos que brinda la democracia: la revocación del mandato, el referéndum y el plebiscito; y sin descartar la posibilidad de denunciar los actos de corrupción ante las autoridades competentes, aportando las pruebas correspondientes, a fin de que éstas apliquen las sanciones a que haya lugar.
Por el contrario, una autoridad legítima –aquella que no solo llegó al servicio público de manera lícita, sino también la que gestiona eficazmente el bien común que le corresponde– es digna de reconocimiento, apoyo y obediencia. “Quien rechaza obedecer a la autoridad que actúa según el orden moral 'se rebela contra el orden divino' (Rm 13,2)” (CDSI, n. 398).
¿Qué hacer cuando nos topamos con leyes injustas?
La Doctrina Social de la Iglesia da un paso muy importante y grave al enseñarnos que no estamos obligados, en conciencia, a seguir los mandatos de las autoridades civiles si éstos contrastan con la ley moral, los derechos fundamentales o las enseñanzas del Evangelio; y agrega:
“Las leyes injustas colocan a la persona moralmente recta ante dramáticos problemas de conciencia: cuando son llamados a colaborar en acciones moralmente ilícitas, tienen la obligación de negarse. Además de ser un deber moral, este rechazo es también un derecho humano elemental que, precisamente por ser tal, la misma ley civil debe reconocer y proteger: Quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no solo de sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y profesional”.
A todos queda claro que la objeción de conciencia se aplica en cuestiones médicas –por ejemplo, el personal sanitario que se niega a practicar un aborto, mutilar una persona sin necesidad médica, o a aplicar un medicamento en una dosis que tiene por objeto la muerte del paciente– pero hay otros ámbitos donde el ciudadano puede negarse a realizar acciones que vayan en contra de sus principios, fe y convicciones, como el participar en una guerra, un juez a aplicar la pena de muerte, un oficial del Registro Civil a cambiar el sexo nominal de una persona, o un maestro a ideologizar a sus alumnos.
La objeción de conciencia es un derecho humano fundamental, típico de las democracias. No debe limitarse ni suprimirse, sino fortalecerse y protegerse a nivel constitucional y en los tratados internacionales.
¿Y dónde queda el Estado de derecho?
La Iglesia en su doctrina social sostiene que el Estado de derecho solo es posible cuando una sociedad acoge la soberanía de la ley en orden al bien común, por encima de la voluntad arbitraria de particulares (Cf. CDSI, n. 408).
Para ello, insiste el Magisterio, es necesaria la división de poderes: “Es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite” (Ibid.).
Cuando desaparece el necesario equilibrio de poderes… cuando, además, desaparecen los órganos de control autónomos (ciudadanos)… y cuando se inhibe la participación social mediante mecanismos perversos de control como el populismo, el simple asistencialismo que no genera desarrollo, o el terror, sobreviene el totalitarismo. Es ahí donde desaparece el Estado de derecho y se impone la tiranía de la dictadura.
La solución viene de abajo
Hace dos mil años los judíos esperaban un mesías guerrero que viniera a rescatarlos y vengar las muchas afrentas que sufrían. Tal obsesión no les permitió reconocer el milagro de Belén: un bebé frágil y pobre, nacido por obra del Espíritu Santo de una Virgen generosa; con un padre valiente, fiel protector, y laborioso carpintero. Ahí, en un portal a las afueras de esa pequeña población, empezó una Historia nueva (así, con mayúscula, aunque la Real Academia de la Lengua lo repruebe) que sigue impactando y transformando a los que hoy día se deciden a ser pastores de su tiempo, testigos del Verbo encarnado, proclamadores del perfecto Bien común que se encuentra vivo en el Evangelio, y peregrinos incansables en esta historia de salvación por la que ahora transitamos con fe cierta, esperanza fundada y cumplido amor fraterno.
Es tiempo, pues , de dejar de lado la búsqueda de un caudillo poderoso, y trabajar a nivel de pastores, desde abajo, con justo asombro ante el milagro de Dios que camina con nosotros.