Como cristianos, es fácil olvidar que hemos sido adoptados en la familia de Dios desde le Bautismo. Esta adopción tiene profundas consecuencias espirituales que no siempre tenemos en cuenta.
El Catecismo de la Iglesia Católica comenta esta realidad en su sección sobre el Padre Nuestro:
Podemos adorar al Padre porque nos ha hecho renacer a su vida adoptándonos como hijos suyos en su Hijo único:por el Bautismo, nos incorpora al Cuerpo de su Cristo; por la unción de su Espíritu, que fluye de la cabeza a los miembros, nos hace otros "Cristos".
San Cirilo de Jerusalén lo expresa así: "Dios, en efecto, que nos predestinó a la adopción como hijos suyos, nos ha conformado al Cuerpo glorioso de Cristo. Así pues, vosotros, que habéis llegado a ser partícipes de Cristo, sois llamados con propiedad 'Cristos'".
Dios no es una deidad distante que disfruta azotando a sus súbditos, o que desea esclavos. Por el contrario, Dios quiere entablar una relación familiar con nosotros.
Esto debería ser motivo de alegría y consuelo, especialmente si nuestra propia familia está rota. Dios nos ama y nos eligió antes del comienzo del mundo. Quiere adoptarnos.
Cuando nuestra propia familia nos rechaza o nos abandona, Dios está ahí para estar con nosotros y cubrirnos con su amor.
Responsabilidades familiares
Hay que tener en cuenta que la incorporación a la familia de Dios conlleva algunas responsabilidades.
El Catecismo explica que nuestra adopción requiere que nos esforcemos por seguir la voluntad de Dios en nuestras vidas:
El don gratuito de la adopción exige de nuestra parte una conversión continua y una vida nueva. La oración al Padre debe desarrollar en nosotros dos disposiciones fundamentales:
En primer lugar, el deseo de asemejarnos a Él: aunque creados a su imagen, somos restituidos a su semejanza por la gracia; y debemos responder a esta gracia.
En segundo lugar, un corazón humilde y confiado, que nos permita "volvernos y hacernos como niños", porque es a los "niños pequeños" a quienes se revela el Padre.
Dios es un Padre generoso y amoroso, que cuida de sus hijos y quiere lo mejor para ellos.
Formar parte de la familia de Dios es algo bueno, aunque, como en cualquier familia, tenemos responsabilidades y se nos invita a amar a Dios a cambio de su generosidad con nosotros.