Producción de Netflix, estrenada de cara a las navidades, Familia es una estampa -a la vez entrañable y áspera- sobre el día en que un padre convoca a sus hijas, nietos y yernos para comunicarles una noticia importante. Sobre todos ellos pesa la sombra de la madre, a la que perdieron muchos años atrás.
De un tiempo a esta parte, el nombre del colombiano Rodrigo García ya no resuena como "el hijo del escritor Gabriel García Márquez" (así se decía antaño), sino como un cineasta solvente que se ha ganado su lugar en las producciones de Estados Unidos, donde ha tenido más fortuna dirigiendo episodios de series televisivas que en sus largometrajes. No quiere esto decir que no sean buenas películas, sino que su trayectoria es menos popular. Entre sus filmes están Cosas que diría con solo mirarla, Nueve vidas y Albert Nobbs. Entre las series, Los Soprano, A dos metros bajo tierra, Carnivàle y The Affair.
Con Familia ha querido recrear esas grandes reuniones hogareñas donde se ríe y se discute, se come y se bebe y proliferan los reproches y las disculpas. Un poco a la manera del cine italiano, pero en los ambientes rurales y mexicanos de Baja California. Algo similar hizo Paolo Sorrentino en 2021 con Fue la mano de Dios. Algunos directores alcanzan una edad en la que sienten la necesidad de explorar su infancia por medio de películas autobiográficas, o más o menos autobiográficas, en las que se introduce la ficción para ser más libres y huir de los sometimientos de la realidad (pensemos en Roma, Belfast o Los Fabelman).
Familia, de título idéntico al de aquella gran película española de Fernando León de Aranoa, transcurre en un único día, una jornada repleta de risas y de discusiones en la que el patriarca viudo, Leonardo (Daniel Giménez Cacho, impecable en su papel), congrega a sus familiares para comer juntos y revelarles una oferta que ha recibido. Así, aparecerán sus hijas, ya casadas o ennoviadas, y sus yernos y sus nietos. A la cita no falta su pareja actual, Clara (Maribel Verdú), la mujer con la que trata de rehacer su vida sentimental aunque desde la primera secuencia sabemos que añora a su esposa fallecida.
La comida se celebra en pleno campo, en el terreno donde crecen los olivos cuya producción y venta ha alimentado a la familia durante varias generaciones. Leo les comunica que ha recibido una oferta de compra de sus tierras: los olivos, la casa familiar, etcétera. La decisión no es solo suya, dependerá de lo que voten entre ellos.
Pérdidas y aceptación del cambio
Las conversaciones en torno a esa posible venta constituyen el núcleo de algo que le interesa al director: hablarnos de la pérdida, del paso del tiempo y de los cambios que comporta. La pérdida de esa madre a la que todos tienen presente, cuyas cenizas están esparcidas bajo uno de los olivos. La pérdida de los hijos que crecen y abandonan a sus padres para construirse su propio camino; hijos que vienen y van pero que el padre echa siempre de menos. Y la posible pérdida de ese espacio sagrado en el que muchos han crecido y está asociado a las vivencias infantiles y juveniles y les ha permitido crear una maraña de recuerdos a los que es muy difícil dejar atrás. La venta del rancho supondría la clausura de las raíces temporales y espaciales.
Antes las familias eran más grandes, numerosas, y en mayor o menor medida muchas personas han pasado por ese trago: la venta de la empresa familiar, del negocio artesano de siempre, el derribo de la casa de los abuelos en la que crecieron, el adiós definitivo a ese territorio mítico donde aprendieron a amar a los suyos y a tener desacuerdos con ellos, y donde las celebraciones multitudinarias constituían el pegamento adecuado para regresar con cierta frecuencia.
Rodrigo García, con pocos espacios, un puñado de intérpretes y un guión escrito junto a Bárbara Colio, se las arregla de manera eficaz para transmitirnos el malestar ante una noticia tan drástica y la alegría de pertenecer a una comunidad de abuelos, hermanos, hijos y nietos en la que siempre se oscila entre el cariño y la discrepancia. Las hijas deberán decidir si aceptan vender y repartirse el dinero o continuar viéndose en ese espacio aunque depare las ganancias justas. El único que hará lo que diga su padre es su hijo Benny, el personaje puro y sin conflictos del filme, un muchacho con síndrome de Down que propone rezar antes de la comida para dar gracias por los alimentos.