Santa Hildegarda de Bingen fue una mujer extraordinaria que vivió en el siglo XII y que dejó una huella imborrable en la historia de la Iglesia y de la cultura.
Fue una abadesa benedictina, visionaria mística, escritora prolífica, compositora musical, filósofa, científica, naturalista, médica, líder monacal y reformadora eclesial. Fue canonizada por el Papa Benedicto XVI en 2012 y proclamada Doctora de la Iglesia; es decir, maestra de la fe para todos los cristianos.
Su vida y su obra nos pueden inspirar y enseñar en el siglo XXI de muchas maneras. Aquí destacamos algunos aspectos que nos pueden ayudar a apreciar su figura y su mensaje:
Amor a Dios y a la creación
Santa Hildegarda tuvo, desde niña, unas visiones que le revelaban el misterio de Dios y de su obra creadora. Ella plasmó estas visiones en sus libros, en los que describe con un lenguaje simbólico y poético la relación entre Dios, el hombre y el mundo.
Para ella, toda la creación es un reflejo de la sabiduría y la bondad de Dios, y el hombre tiene la responsabilidad de cuidarla y respetarla. En un tiempo de crisis ecológica como el nuestro, su visión nos invita a redescubrir la belleza y la armonía de la naturaleza y a vivir en comunión con ella.
Pasión por el conocimiento y la cultura
Ella fue una mujer autodidacta que se interesó por todos los campos del saber de su época. Estudió las Sagradas Escrituras, Teología, Filosofía, Historia, Astronomía, Medicina, Botánica, Zoología, Mineralogía y Música.
Escribió nueve libros, más de 300 cartas, 77 canciones y una obra dramática. Fue una de las primeras mujeres que escribió sobre ciencia y medicina, y que inventó un lenguaje propio, la lingua ignota.
Su obra nos muestra su curiosidad intelectual, capacidad de síntesis, originalidad y creatividad. En un tiempo de globalización y de pluralismo cultural como el nuestro, su ejemplo nos anima a cultivar el amor por el estudio, el diálogo, la innovación y la expresión artística.
Compromiso con la Iglesia y con la sociedad
Santa Hildegarda fue una mujer de acción que no se conformó con vivir recluida en su monasterio, sino que salió al encuentro de las necesidades de su tiempo. Fundó dos monasterios femeninos independientes, donde formó a sus hermanas en la vida espiritual y en el trabajo manual. Predicó en público, algo inusual para una mujer de su época, y denunció los abusos y las corrupciones que afectaban a la Iglesia y a la sociedad. Mantuvo una intensa correspondencia con papas, obispos, reyes, emperadores, nobles, clérigos y laicos, a los que aconsejó, exhortó y consoló.
Su testimonio nos impulsa a ser testigos de nuestra fe, a participar activamente en la vida de la Iglesia y a contribuir al bien común de la sociedad.