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Esta fue precisamente la pregunta que planteamos hace ya casi 30 años a quien entonces era el secretario personal del cardenal Joseph Ratzinger, cuando éste era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Se trataba de monseñor Josef Clemens, alemán, como su superior, quien después sería consagrado arzobispo y desempeñaría cargos importantes en la Santa Sede. Su respuesta aclara muchas dudas.
La influencia de un gigante
"A los 23 años, Joseph Ratzinger, dedicó dos años de su vida a estudiar a uno de los pensadores más grandes de la historia, san Agustín sobre quien escribió su tesis doctoral --nos dijo entonces monseñor Clemens--. Cuando pasas tanto tiempo sumergido en el pensamiento de una mente tan brillante, tu mente cambia, profundiza, se hace mucho más sensible y aguda".
Se entiende así mucho mejor lo que después Joseph Ratzinger nos dijo como teólogo y como Papa: el cristianismo es fuego. Y no es, por tanto, algo "aburrido" sino que nos pide la pasión de la fe para renovar el mundo. Pero sin olvidar quién es el que mueve el mundo.
Si algo detestaba Ratzinger era la improvisación o el sinsentido: las cosas tienen un porqué, no son "porque sí". El cristianismo es "sal", no "azúcar", solía repetir.
Así se entiende también por qué Benedicto XVI no fue un Papa blando, ni manejable. Ratzinger también estaba hecho de esta materia ígnea. Con los pies en la tierra, pero el alma en su sitio, siempre en tensión hacia lo sublime, el pontífice bávaro ha marcado la Iglesia de una manera insólita.
No en vano es el Papa que renuncia, un gesto que lo sitúa en un lugar inédito en la historia de la Iglesia. En la historia, tout court.
La grandeza de la humildad
Ratzinger había reflexionado mucho sobre el Génesis. Si hay algo que Dios no tolera, es el orgullo. El orgullo humano arrogante que no se reconoce criatura, que cree que puede dominar y malbaratar la naturaleza, que explota a los seres humanos.
Ratzinger escribió que el programa de la modernidad era no querer ser ya imágenes de Dios sino de nosotros mismos, conferir a nosotros mismos el poder sobre el mundo, sin respetar el poder de Dios ni esperar nada de Él. Y para él, este olvido y darle la espalda a Dios eran la puerta para la destrucción y la devastación. Y Ratzinger tenía razón. Él había reflexionado minuciosamente sobre el Espíritu y la creación. Y creía firmemente en el Espíritu que repara, que perdona, que crea, que hace nuevas todas las cosas. Este Espíritu creador y renovador no se dejaba encerrar, y el Papa bávaro era consciente de ello. La Iglesia podría tener sus límites, pero no su Espíritu.
La Iglesia católica se compromete a favor de la tolerancia, el respeto, la amistad y la paz entre todos los pueblos. Lo dijo Benedicto XVI cuando comparaba las raíces comunes de judíos y cristianos. El Papa alemán no creía en un Dios caprichoso que hubiera hecho el mundo sin saber qué quería.
Si usted quiere transformar su mente y pensamiento, puede también usted seguir los pasos de Ratzinger, sumergiéndose en los escritos de espíritus grandes, como su maestro, San Agustín. Aunque, si usted prefiere, puede comenzar leyendo la primera encíclica de Benedicto XVI, "Dios es amor", no ha perdido nada de su frescura después de 17 años. Nos acompaña con ella incluso en estos momentos.