En todas las películas del cineasta James Gray la trama pende de los hilos familiares, que engloban relaciones de tensión, de cariño y de conflicto a partes iguales. Así, en Cuestión de sangre, su ópera prima, introducía los complicados vínculos entre los miembros de una familia rusa de Brooklyn: padre, madre e hijos, uno de los cuales era un sicario de la mafia, interpretado por Tim Roth.
En La otra cara del crimen, Mark Wahlberg era un convicto en libertad condicional que volvía a casa de su madre y, para ayudarla económicamente, aceptaba trabajar con la familia del novio (Joaquin Phoenix) de su prima, metido en empresas corruptas.
En La noche es nuestra", y de nuevo con Phoenix y Wahlberg, nos contaba la historia de otra familia: en este caso, el padre y un hijo pertenecían al cuerpo de la policía, mientras otro hijo formaba parte del mundo criminal. Lo que le planteaba cuestiones morales: ¿de qué lado ponerse, de la familia o del trabajo? ¿A quién se le debe más lealtad?
En Two Lovers, un joven con problemas (de nuevo Phoenix) regresaba a casa de sus padres y se enamoraba de dos mujeres.
El sueño de Ellis, levemente inspirada en la llegada de sus abuelos a Nueva York, partía de la historia de dos hermanas. En Z. La ciudad perdida, el tema familiar aparecía más tarde, cuando el explorador iba acompañado de su hijo en busca de una ciudad legendaria.
Y en Ad Astra", Brad Pitt encarnaba a un astronauta con la misión imposible de encontrar a su padre, quizá vivo en algún punto del sistema solar.
Infancia en Nueva York hacia 1980
Su nueva película, estrenada en cines hace algunas semanas, supone un paso más allá por cuanto traza los esbozos de sus memorias infantiles. Ahora ya no estamos ante una ficción de policías, criminales, exploradores o astronautas: esta vez se trata de su propia familia, de sus raíces: aunque con licencias, suponemos.
De cómo era de niño en el año 80, época de cambios y de otra vuelta de tuerca a la pérdida de inocencia norteamericana porque Ronald Reagan estaba a punto de hacerse con el poder en la Casa Blanca y con él todo iba a cambiar. El propio Reagan anunció en una entrevista que quizá su generación podría ver el Armagedón si no lo remediaban.
Paul (Banks Repeta) es un niño de 11 años que atraviesa un proceso de rebeldía e ingenuidad. Él quiere ser artista, pero la sociedad le pide que apueste por una carrera, por no negarse a los privilegios, por no dar la espalda al modelo económico.
Su hermano mayor parece el favorito de su familia porque acude a un colegio privado mientras él aún asiste a uno público. A su padre (Jeremy Strong) y a su madre (Anne Hathaway) no les hace demasiado caso. Y sólo su abuelo materno, Aaron (Anthony Hopkins, de nuevo en una interpretación maestra), es capaz de orientar su atención.
Sus progenitores tratan de llevarle por el camino correcto cada vez que Paul es pillado en falta en el colegio o sorprendido por la policía. Ellos y su abuelo intentan inculcarle los valores positivos necesarios para que no se desvíe y se convierta en un paria: integridad, rectitud, responsabilidad…
La voz de la conciencia
En este sentido, son fundamentales los pequeños discursos que le suelta el abuelo: le explica, por ejemplo, cómo su abuela y él tuvieron que llegar a Estados Unidos siendo judíos despreciados y con muy poco dinero en las manos. Pero las oportunidades que ellos no tuvieron se las van a dar a Paul y a su hermano para que obtengan una buena educación. En una de las escenas clave, el niño le reprocha a su padre: "Sólo quieres que sea como tú". Y éste responde: "No, señor. Quiero que seas muchísimo mejor que yo".
James Gray dirige la película con su pulso firme habitual y acoge diversos temas: el racismo, la responsabilidad, la xenofobia y la necesidad del entorno educativo y de los vínculos de sangre. Nunca cae en el maniqueísmo: los suyos son personajes con debilidades que a veces cometen errores.
Como en esa escena, durísima, en la que el padre, hasta entonces un hombre estricto pero agradable, pega a Paul. La película de Gray, dado que acoge sus recuerdos de infancia, cuando era ingenuo y rebelde y no parecía distinguir lo correcto de lo incorrecto, supone así una especie de expiación. Porque, lo sabemos, lo que nos sucede en la infancia nos marca para siempre: como ese abuelo entrañable con el rostro de Hopkins que acaba siendo la voz de la conciencia.