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No es sencillo ver el paso inexorable del tiempo. Comprender que las horas pasan y los días, y no van a volver.
Me queda menos tiempo para vivir eternamente. Pero el desgaste y la pérdida de muchas cosas erosiona el ánimo en ocasiones. Hace poco leía:
Sigo siendo bello en mi interior. Y la belleza que me dan los años es distinta. Es la madurez lo que me puede dar el paso del tiempo.
Me hago mayor
Veo la luz maravillosa que ha dejado el tiempo en mi rostro, en mi aspecto. Hay un miedo terrible a perder facultades.
Y un deseo enfermizo de adquirir una eterna juventud. Ya sea con el deporte, la comida, las terapias o cualquier otro camino saludable.
Algo que retrase el adiós definitivo al don más grande que recibí al nacer en el seno de mi madre.
Como si pudiera empujar el mañana hacia delante para que nunca suceda, retrasar el punto final a una historia maravillosa que Dios ha tejido conmigo.
¿Se me escapa la vida?
Despedir a los amigos. Dejar de ser autosuficiente, perder el don de la juventud que a todos encandila.
Dejar de sonreír por miedo a mostrar mi alma. Dejar de hablar para que no vean mi torpeza incipiente.
El miedo a perder mis dones, mis talentos, mis capacidades. La angustia ante ese día en el que el Señor venga, quizás cuando menos lo espere...
Cuesta llegar a viejo y dejar de ser tomado en cuenta.
Como si toda mi experiencia no sirviera para nada, porque ahora las cosas se hacen de forma diferente. Hay nuevos medios, nuevos caminos y los míos ya son antiguos, están caducos.
Envejecer
Me niego quizás a aprender cosas nuevas, porque me asusta todo aquello que no controlo, que no domino.
Dejo de exponerme porque me asusta tanto el juicio de los hombres. ¿Qué van a pensar de mí? Y siento que mi alma se va poniendo vieja.
Tal vez el cuerpo más que el alma. Pero a veces es el alma lo que envejece antes. Las frustraciones de la vida, los sinsabores aceleran que la vejez me invada por dentro.
Me veo seco, torpe, aburrido. Y la amargura se convierte en mi aspecto habitual.
No he logrado ser quien quería ser. No he obtenido los logros que un día parecieron prometerme algunos.
Y entonces el paso de los años me parece ruin. Se están llevando mi vida sin que pueda hacer nada por retenerla entre mis manos.
Constancia
Decía el padre José Kentenich hablándoles a los sacerdotes:
Vivir en paz
Las circunstancias no pueden determinar mi felicidad. Quiero seguir sonriendo cuando casi no pueda sonreír.
Quiero tener paz cuando la vida que llevo no sea la que antes llevaba. Cuando dependa de otros que guíen mis pasos.
La mejor manera para cuidar mi actitud interior es ser siempre positivo. Lo que puedo hacer ahora lo hago con constancia, como si fuera el último día de mi vida. Como si mañana no fuera a despertar.
No dejo para mañana lo que pueda hacer hoy. No dejo de soñar con un mañana largo aun sin saber cuándo vendrá Jesús a mi encuentro.
Sin huir ni negar
No vivo con miedo, sino con la paz de los niños acostumbrados a conjugar los verbos en presente. Decía el papa Francisco en Amoris Laetitia:
Huyo de mí mismo queriendo encontrar la juventud perdida y negándome a vivir la vejez con aquel a quien amo.
Es con él con el que quiero compartir esos últimos años de olvidos, de pérdidas, de carencias, de miedos, de confusión.
Años en los que las únicas certezas me las darán los amores verdaderos, aquellos que el paso de los años no logra enmudecer.
Lo auténtico no muere
El amor auténtico nunca envejece. El amor que cuido en años de juventud será sólido y firme en tiempo de vejez.
No me turba entonces el paso de los años porque lo más verdadero permanece siempre. Lo auténtico nunca muere. La paz de Dios no desaparece.
Quiero gritarle a Dios que me siga llamando cuando viva desgastado y sienta que los hombres no me necesitan. Cuando me aparten a un lado porque ya no es requerida mi sabiduría.
En esos momentos en los que me duela el corazón no dejaré de mirar al cielo y confiar.
Dios me sigue mirando igual que siempre. Mejor aún, ama mi alma madura, acrisolada con el devenir de amores y desamores.
Y mis heridas, esas que creo que me afean, son la firma de Dios, son mi belleza, son mi historia sagrada.
Es el mapa de mis amores donde Dios ha dejado su huella impresa. En mis arrugas, en mis heridas, en mis dolores.
Allí nace, con una belleza infinita, el beso joven de Dios sobre mi alma siempre joven.