Adriana Arango lo perdió todo, pero ganó la paz verdadera que solo Dios da. Sus días giran alrededor de la familia, la oración, la eucaristía y el servicio. Quedó atrás la época en que era una reconocida periodista de televisión en Colombia, vivía aceleradamente y prefería la vanidad del mundo.
Hoy sigue siendo igual de alegre, buena profesional y conversadora, pero con la presencia de Jesús en su vida. Su testimonio es un ejemplo de lo que logra el abandono total en Dios y ha ayudado a otros a encontrar el verdadero camino.
La vida de su familia se había ‘partido en dos’ con el suicidio de una de sus hermanas, cuando tenía tan solo 18 años, pero fue el doloroso capítulo en que perdió la libertad el que le permitió conocer la infinita misericordia de Dios.
De las malas noticias a la buena nueva de Jesús
Adriana fue durante siete años presentadora en uno de los noticieros de mayor raiting en la televisión colombiana, oficio que desempeñaba muy bien y le dio gran popularidad. «Me llamaban para comerciales de televisión, para presentar eventos, me invitaban a viajes y restaurantes, me llenaban de regalos. Ese deseo de figuración y reconocimiento se vuelve una adicción y yo me creía la más inteligente, la que mejor improvisaba, la más querida y la más locuaz».
Eran los años finales de la década de los 80 y 90, cuando Colombia vivía la guerra contra el narcotráfico, los atentados, las bombas, los años de Pablo Escobar y de los secuestros. Ella, todas las noches, llegaba impecablemente arreglada a descollar frente a las cámaras, contando las noticias de un país convulsionado.
Después de varios años de seguir ese ritmo que parecía imparable, cuando ya era mamá de tres hijos, perdió la libertad junto a su segundo esposo, con quien tenía una empresa comercializadora de flores de exportación.
Hoy, luego de su conversión y desde una mirada espiritual, Adriana explicó a Aleteia que no fueron los errores administrativos y financieros que cometieron los que originaron los problemas judiciales: «El ego, la ambición, las apariencias, las ganas de poder, de tener y acumular fueron los verdaderos artífices que me llevaron a vivir esa experiencia de privación de la libertad».
«Mi corazón estaba vacío»
A los 23 años llegó desde Medellín a trabajar a Bogotá, la capital, luego de que descubrieran su gran talento. A los 27 se casó por civil, a los 29 tuvo su primer hijo –Juan Esteban– y para poder ser mamá, sale del noticiero y se va a un magazín televisivo que le dejaba más tiempo libre.
Después de que nació su segunda hija, Mariana, se separó de su esposo, tras cinco años de matrimonio.
«Estuve cinco años sola y ahí sí que me dejé embriagar de la fama. Yo decía que no necesitaba a nadie a mi lado, empecé a salir en exceso y me equivoqué en muchas cosas. Un domingo sentí la necesidad de ir a misa y, arrodillada, sin saber bien cómo hablarle a Dios, le pedí que limpiara lo que había dentro de mí y no me daba paz», relata.
Adriana tenía todo lo material, la ropa de moda, estilistas que se peleaban por maquillarla o cambiarle el peinado, ganaba muy bien y gastaba mucho. «Pero mi corazón se sentía vacío y no digno, porque cometí muchos errores, incluso contra mi dignidad», indicó.
Al día siguiente una amiga le presentó a Javier Coy, con quien se casó por la Iglesia. Hoy tienen 20 años de feliz matrimonio y una hija, Natalia. Pronto empezó a trabajar con él en la empresa de flores que adquirieron y, como ella cuenta, ambos tenían el mismo libreto del mundo, la ambición por ganar dinero, bajo el propósito de darles un buen futuro a los hijos y generar empleos.
"Nos equivocamos y no fuimos capaces de controlar el daño que generamos en las personas que nos prestaron dinero y confiaron en nosotros. Terminamos involucrados en un proceso penal que nos llevó a ambos a la cárcel”, recuerda todavía con mucho dolor. Esto finalmente la impulsó a un proceso de introspección y rendición, a quitarse las máscaras y la armadura de mujer fuerte y destacada, que se había puesto mientras iba construyendo una exitosa carrera profesional.
La sanación es la verdadera libertad
La primera noche en la celda llegó el momento de la verdad y, nuevamente, se arrodilló para pedir perdón a Dios. Al día siguiente, sin saber cómo, empezó a rezar el Rosario llevando las cuentas con los dedos y se pegaba a la emisora Minuto de Dios con un pequeño radio que le permitieron ingresar.
«Junto con la libertad perdimos todo, la tranquilidad, el buen nombre, los bienes materiales… pero empezó mi proceso de sanación interior». Ahí vivió por primera vez a conciencia una Semana Santa y la Navidad, también empezó a pedir perdón a las personas a quienes habían hecho daño, a través de los ángeles de la guarda, y a rendirse a la voluntad de Dios.
Estuvo nueve meses en la cárcel y luego pasó a prisión domiciliaria, vigilada con manilla electrónica. La pena de 15 años se redujo al aceptar cargos y por trabajo, y al final fueron seis años y cinco meses privada de la libertad. A su esposo le ocurrió igual y terminó la pena en prisión domiciliaria.
Los últimos años los pasaron juntos en un pequeño apartamento, pegados de Dios y volviendo a empezar. Sin embargo, todavía le faltaba algo fundamental: la confesión plena y consciente que tuvo 40 días después de haber salido libre, en septiembre de 2015, cuando fue invitada a un Retiro de Emaús.
Ahí se reforzó su camino de crecimiento espiritual y servicio, que la ha llevado a dar testimonio en decenas de grupos de Emaús y le ha permitido contar con una gran familia en Cristo.
La vida espiritual de Adriana Arango se fortaleció mucho en la pandemia, porque le impuso mayor recogimiento y oración. A diferencia de la gran mayoría de las personas, la pandemia no la asustó porque ya lo había perdido todo y había estado encerrada durante seis años. «Tampoco me preocupé por cómo íbamos a convivir y de qué íbamos a vivir, ya entendía que la Providencia de Dios nunca nos desampara».
«Aprendí a abrir las manos para recibir»
Hoy ella sabe que Dios y la Virgen siempre estuvieron en su vida, aunque de niña en su familia nunca tuvieron una presencia real. Su abuela materna la llevaba a misa los sábados, su papá les daba la bendición al despertar y al anochecer, y las cuatro hijas recibieron los sacramentos porque eran requisito en el colegio o por moda social.
Por eso cuando su hermana se quitó la vida en la casa, mientras las otras tres hijas y la mamá estaban ahí, no hubo apoyo psicológico ni espiritual y siguieron adelante aunque su mamá estuvo tres años sin querer salir de la habitación. «Yo todavía me culpo por no darme cuenta, si éramos amigas y compartíamos todo, y le pido a Dios que le dé paz a su alma; es algo que no he podido terminar de resolver».
Hoy su familia está integrada por su esposo, tres hijos y dos nietos a los que dedica buena parte de su tiempo y su corazón.
«Para mis hijos fue muy doloroso todo lo vivido, especialmente los mayores que entendían el alcance de la situación. Ayudó mucho decirles a los dos mayores que la mamá se había equivocado y estaba respondiendo por su error. Habíamos tejido unos hilos de amor muy sólidos que se mantuvieron unidos a través de un teléfono o del patio de la cárcel, donde iban una vez al mes», recordó para Aleteia.
Gracias a Dios la familia los rodeó y muchos amigos formaron una red de apoyo invaluable, además del amor de Dios que les ayudó a recuperar el tiempo perdido.
Hoy, aunque no tienen los ingresos que necesitan, Adriana ya no depende de cuánto dinero hay en la cuenta ni le importa no haber vuelto a usar zapatos altos porque la artritis no se lo permite.
«Aprendí a abrir las manos para recibir y Dios nos deja boquiabiertos cada vez que nos sorprende con sus milagros».