Generalmente esa herida se ha provocado cuando hemos recibido una agresión o una carencia con respecto a la necesidad más profunda que tenemos: la necesidad de amor. Esperábamos de nuestros padres, hermanos o amigos, amor, atención y respeto y nos hemos encontrado con todo lo contrario.
Quizás conscientemente no sabemos que la tenemos, pero su existencia se manifiesta a través de:
En los tres casos se pone de manifiesto nuestra fragilidad.
Primer paso para sanar la herida
Tomar conciencia de esa herida es el primer paso para sanarla. Ser capaz de hablar de ella, de sentir tristeza o dolor, nos permite situarnos frente a nosotros mismos para poder iniciar nuestro camino de sanación.
En verano, época de convivencia familiar, donde muchos vuelven a sus lugares de veraneo de la infancia, (vamos al pueblo de los abuelos, a la casa de la playa de los padres, donde conviven familias enteras durante varios días), es un caldo de cultivo para que muchas de las actitudes, comportamientos o reacciones de esos días, sean el reflejo de que hay una herida latente en nosotros.
Ahora en septiembre, en el Instituto Coincidir acompañamos a muchas personas en las que el verano o las vacaciones suponen una vuelta, sin saberlo, al recuerdo (un recuerdo que de manera indirecta no siempre es positivo) y donde esas heridas que permanecían ocultas, se reabren, precisamente porque su origen radica en nuestros amores más cercanos y más queridos.
Este podría ser el comienzo de algunas de las sesiones con las que hemos iniciado la vuelta de verano.
¿Cómo acompañamos las heridas?
El primer objetivo es aceptar la herida, para poder iniciar el propio camino de la sanación. Eso no significa que nos guste ni que lo aprobemos. Es ser plenamente consciente de que lo que hemos vivido supone una oportunidad y que estamos abiertos a nuestra realidad tal y como viene, sin resistencias. Es aceptar que tenemos la situación que tenemos, que nuestros padres o hermanos son como son y no generarnos falsas expectativas.
Aceptar es situarme en mi momento actual, reconociendo lo bueno que tiene mi vida, no pretendiendo que sean los demás quienes generen un cambio para que mi vida sea mejor, no depender tanto de las circunstancias, sino de cómo yo afronto mis circunstancias, qué actitud decido tener ante lo que me está ocurriendo.
Es aceptar mi realidad, la que tengo delante y lo que siento, para poder tomar las riendas de mi vida, dejando atrás ese pasado, sabiendo que tiene un aprendizaje para mí, porque me hace ser quien soy hoy, a pesar de esas circunstancias o seres queridos que me hirieron.
Por eso cuando volvemos del verano, cuando se generan o se han generado durante las vacaciones esas tensiones que muchas veces ni siquiera entendemos por qué, es ser capaz de escucharnos, hacernos cargo de nuestros sentimientos, aprender a escuchar cómo resuenan en nuestro interior y aceptar su presencia en nosotros.
Muchas veces nos encontramos con personas que permanecen heridas, porque niegan, tapan o ignoran lo que sienten. Otras personas no saben cómo expresarlo, se sienten mal, pero no saben por qué.
Pedir ayuda y saber acompañarlos en estos momentos es clave para iniciar ese proceso de sanación, tan necesario en nuestros corazones.
Aprender a expresar qué nos ocurre
En nuestras sesiones acompañamos a las personas para que aprendan a expresar esos sentimientos, entre otras:
Una vez que la persona toma conciencia de ello, vamos trabajando cómo entender sus afectos y expresar sus necesidades.
Responsables de nuestra propia sanación
Reconocer que podemos necesitar ser acompañados para sanar esas heridas, no es debilidad, es asumir nuestra responsabilidad para no seguir en el papel de víctimas (sin negar esa existencia) sino asumir que somos protagonistas de nuestra propia historia, haciéndonos responsables de nuestra propia sanación.
Ya lo dijo el Papa Francisco en enero de 2015: