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De todas las parábolas que se narran en los evangelios, se dice que la parábola mayor es la del Hijo pródigo que encontramos en Lucas 15, 11–32.
Verdaderamente esta parábola lleva una carga de amor impresionante.
Saca a la luz nuestras miserias más profundas y las deja expuestas revelándonos cuánto faltamos al amor en todas sus dimensiones.
Nos presenta el verdadero significado de la misericordia de Dios, un amor del que solo es capaz Dios.
Nos describe un amor desconocido, sobrenatural, delicado y a su vez abrasador, un amor que no hemos experimentado.
Descubre nuestra fragilidad y nuestro fracaso al momento de amar y sin lugar a dudas, nos desprende de esta tierra para poner nuestra mirada en ese Dios Padre, santo y perfecto del que nos hablaba Jesús al decirnos “cuando oren digan…. Padre Nuestro…”.
Jesús da vida a sus palabras
Pensar en Jesús pronunciando aquellas palabras “Había una vez un hombre que tenía dos hijos…” hace que se te abra el alma.
Ese Jesús, desconocido para tantos, con esa autoridad prodigiosa, con aquella mirada con la que reconocía en la multitud la necesidad y la sed por sus enseñanzas, se decidió un buen día por derramar lo más íntimo de sí mismo, el amor de su Padre.
Estaba vertiendo en esas vidas y en esos corazones una obra de arte, un tesoro, un pedazo mismo del espíritu de Dios a través de sus palabras.
Más tarde, estos mismos testigos, lo serian del acto más extremo en la vida de Jesús, el de entregarse hasta lo último, dando vida de este modo a ese amor que hoy ponía en palabras.
Él mismo sería esa parábola de Dios. Él mismo sellaría con su sangre esa alianza de amor descrita en la parábola del hijo pródigo.
¿De qué trata la parábola del hijo pródigo?
Esta parábola nos habla de la ingenuidad, de la superficialidad de las acciones y decisiones del hombre que solo sabe poner la mirada en las cosas mundanas.
Nos habla también del arrepentimiento, de la vergüenza, de la necesidad de volver a lo seguro, a lo único que es verdaderamente importante, de volver al hogar.
¿Acaso no somos todos este hermano pequeño, experimentando la infancia espiritual?
Por otro lado, encontramos al hermano mayor, el que siempre estuvo, del que se espera siempre cierta madurez y responsabilidad, ese “saber hacer” y “conocer” y sin embargo demuestra ser igual de ingenuo que el pequeño al desconocer el amor de Su Padre, aun viviendo y estando en Él, al desconfiar de su amor.
Habla de la envidia, la soberbia, de la falta de amor hacia el Padre y hacia el prójimo. A este hermano no le faltó la seguridad, y sin embargo tampoco supo amar, tampoco supo entender el amor.
Esta parábola lleva enseñanzas hasta donde las palabras no alcanzan.
Nos descubre al pecador y al justo, al supuesto justo que estuvo siempre pero que fue tan pecador como el hermano pequeño. Pues no hay justo en la tierra que no necesite convertirse diariamente. Hay tantos pecados en el hermano justo como en el pecador.
En esta parábola nos vemos reflejados todos.
El verdadero protagonista
Y el Padre…
Ese Padre que languideció mientras el pequeño no estaba, aquel que vio partir a su pequeño que sin importar la edad seguía siendo pequeño por donde lo mirara, dejándole la libertad prometida ante la cual el Padre retrocede para que su niño pueda descubrir la vida por sí mismo.
Y ahí veía venir a su niño por el camino, no arrepentido, no, el Padre no tenía esa mirada, lo veía más bien herido.
En el Padre no había nada que reprocharle. Más bien quiso “acomodarlo” como una madre hace con su pequeño tras una caída, devolverle lo perdido, la dignidad de Hijo suyo. Lo guardaría nuevamente en su seno si pudiera.
Dios, en la figura del Padre de la parábola es un Padre que perdona, pero por sobre todo, que ama en el sentido más profundo del amor. Él no espera una disculpa, no lanza un reproche, no se permite el resentimiento.
¿Conocemos ese amor?
Hay un episodio que probablemente es el que más asombra y es cuando el Padre, al reconocerlo en el camino (porque abrazaba la esperanza de verlo volver) apenas reconocerlo, sale corriendo a su encuentro.
Al hijo le bastó solo ponerse en camino. Así como venía, sin nada que ofrecer. Le bastó la iniciativa y es el mismo Padre quien termina “arrojado” al cuello de su hijo llenándolo de besos y gritando que se prepare una gran fiesta en su honor, pues había recuperado a su hijo perdido.
¿Seremos capaces de entender el amor del que Jesús está hablando?
Me veo incluso tentada a preguntar si de verdad en algún momento de nuestras vidas habremos sido capaces de amar, de alguna manera, si aquello que entendemos como amor, alcanza a llamarse amor en los términos de Dios Padre.
Ofreciéndolo todo, el Padre no escatima en nada: la mejor ropa, el anillo, el mejor cabrito para celebrarlo,...
Rescatar al Hijo
No lejos de ahí estaba el hijo mayor, aquel que estuvo siempre en el Padre pero que estando en él, no conocía ni compartía ese amor por el tono con el que reprocha la conducta de su Padre.
Este hijo, que vivía cerca del Padre, no había conocido la justicia de su Padre. Guarda resentimiento por la actitud del Padre y se lo hace saber.
Y entonces el Padre tiene que rescatar no a uno sino a los dos hijos. Sin reparar en su falta de amor, en su incredulidad y falta de fe, se dirige al hijo mayor: “hijo mío, pero si tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo”.
Acaso este hijo disfrutara de la seguridad del hogar sin hacerse de muchas responsabilidades, sin la fidelidad de hijo, pues le faltaba “hacerse dueño”, previendo lo mejor para los bienes de su padre y para la familia como un buen hijo haría.
Él vivía como otro niño inmaduro a la sombra de su Padre sin saber nada de lo que ocurría en aquella casa ni en el alma de su Padre.
Finalmente, la parábola termina en los labios de este Dios que enviaba este mensaje de la parábola del hijo pródigo a esa multitud: “convenía alegrarse porque este hermano tuyo estaba muerto, pero ha vuelto a la vida, estaba perdido, pero ha sido encontrado”.
Esta parábola nos describe al cristiano que abandona su fe, pero también a tantos que, viviendo al abrigo del Padre, no se hacen verdaderos hijos, no contemplan la magnificencia de un Padre amoroso, no se ocupan en conocer Su obrar y viven la fe desde lejos.
¿Un tercer hijo?
Un autor apunta un nuevo personaje en aquella parábola, con la que cierra su interpretación de toda esta historia. Un tercer hermano, aquel que cuenta la historia y que es quien sale en búsqueda de estos dos:
En verdad que, leyendo esta parábola, echamos de menos un tercer hijo: el que estaba contándola.
Cristo, un tercer hermano que salió al camino para buscar por los vericuetos del mundo a los hermanos perdidos y se sintió luego feliz de entrar con ellos al banquete de su padre.
¡En verdad que nada entendemos del corazón de Dios si pensamos en un corazón de hombre sólo que más grande!
¡Únicamente asomándonos a las entrañas de Cristo podremos entender algo de este pobre padre que tanto ama y a quien nadie parece amar!
En esta parábola vemos que existe un Hijo perfecto, un Padre y un amor perfectos.
Cristo, el hermano sin mancha que se encuentra por encima de los dos de la historia es “quien procura que nada de lo que el Padre le ha entregado se pierda” (Jn. 6, 39) y quien prioriza la Voluntad del Padre, o mejor dicho, somete la suya a la del Padre. La actitud de un verdadero Hijo.
Por otro lado, nos está revelando al Padre por excelencia, y me vienen a la mente sus palabras “sean como El Padre, que es santo y perfecto” (Mt.5, 48)
Cristo trasciende la historia, sus parábolas suponen una invitación a escarbar cada vez más en el mensaje y sobre todo en el mensajero, el mismo Jesús, que es camino, verdad y vida, para poder encontrar el verdadero rostro del Dios del amor.
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