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Abraham luchó hasta el final, pero se despidió la víspera del día de las Madres. Como tantos niños venezolanos, fue víctima de las pésimas condiciones en que se encuentran los centros de salud. Las cosas han ido empeorando de año a año y las estadísticas no mienten.
Ya para el año 2019 el reporte era contundente: Seis niños, cuatro de ellos con cáncer, murieron en mayo por falta de tratamiento en un hospital de Caracas. Y es sólo una de las denuncias de las muchas que circulan mes a mes.
Más atrás, en 2018, la mismísima ONU habló a través de sus expertos y advirtieron sobre el incremento de muertes infantiles por el deterioro de la sanidad. En efecto, cuatro relatores de las Naciones Unidas y una de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos aseguraron que “el sistema de salud venezolano está en crisis” y que morían niños por causas prevenibles. Los expertos estaban literalmente “impactados de que los propios hospitales se hayan convertido en un lugar donde la vida de las personas se pone en riesgo”.
Vidas que pudieron salvarse
En aquella oportunidad, los funcionarios internacionales declararon: "Al menos 16 menores de cinco años han muerto en el Hospital Universitario de Pediatría Dr. Zubillaga, en el estado de Lara, en lo que va de 2018 por infecciones causadas por la higiene deficiente”.
Para el mes de agosto del 2021, doce pacientes del J.M. de Los Ríos fallecieron en 2021 por falta de trasplantes de riñón, según informe de Transparencia Venezuela. Solo en ese año murieron 38 pequeños en ese hospital.
El 18 de marzo del 2022, se conoció que tres niños habían muerto en el hospital J. M. de los Ríos en el primer trimestre de 2022 por la paralización del programa de trasplantes. En una entrevista a Radio Fe y Alegría, la directora de Prepara Familia, Katherine Martínez, informó que, con 22 casos, la mayoría fueron en el servicio de Hematología, mientras 16 ocurrieron en Nefrología. Además de la falta de trasplantes, a las condiciones médicas de los pacientes se suma el propio deterioro del hospital.
Un limbo
Y no solamente eso. Los informes indican, frecuentemente, que el personal sanitario, periodistas y familiares de las víctimas, son acosados e intimidados si denuncian o se quejan. Y hay mucho que contar, escasez de alimentos, de medicamentos, cierre de instalaciones de atención y pésimo estado y dotación de aquellas que permanecen prestando servicios.
En un tuit publicado por Noticias ONU, Nicolás Maduro dejó ver su lectura del drama que viven tantas familias: denunció “una agresión mediática para pretender una crisis humanitaria que justifique una intervención militar”. Pero en el caso de Venezuela, la emergencia compleja es como la tos o la riqueza, inocultable.
Hay que recordar que la Corte Interamericana de Derechos Humanos, así como otros organismos internacionales vigilantes de la salud y de los derechos fundamentales, dictó el 21 de febrero de 2018 medida cautelar, pidiendo a la administración de Nicolás Maduro salvaguardar la vida y salud de los 27 niños pacientes del área de Nefrología, que se encontraban allí en ese momento. Ya casi todos ellos han muerto.
Escasez de medicamentos
A pesar esas medidas cautelares de la CIDH y el clamor de varias organizaciones, el Ministerio de Salud mantiene el servicio suspendido al no poder garantizar inmunosupresores para su tratamiento.
En efecto, 92 organizaciones firmaron un manifiesto para exigir al Ministerio de Salud reanudar el Programa de Procura de Órganos. Hasta ahora no han obtenido una respuesta, y decenas de jóvenes y niños han perdido la vida en medio de ese silencio. Los pacientes viven, como ellos mismos lo han calificado, un limbo.
Esa suspensión del Programa de Procura de Órganos y Trasplantes en Venezuela sigue cobrando vidas.
Y, mientras no se produzcan cambios significativos, seguirán muriendo chicos en el Hospital de Niños donde hace ya muchos años, al menos desde el 2014, no se practica un trasplante ni se atienden los enfermos con los equipos y medicamentos requeridos. A ello se agrega la constante falta de agua, indispensable para las unidades de diálisis, así como la cantidad de máquinas inoperativas afecta gravemente su tratamiento. También la escasez de medicamentos e insumos médicos, debido a la todavía latente emergencia humanitaria compleja.
El pequeño-gran combatiente
Las cosas no han mejorado. Esta vez tenemos que recordar, con dolor, el caso de Abraham, un niño que peleó hasta el final por permanecer con vida hasta que sus resistencias fueron vencidas. Hoy estaría cumpliendo 14 años de edad.
Estaba recluido en el Hospital J M de Los Ríos, otrora el centro de salud infantil emblemático de la capital venezolana, hoy convertido en un lugar de alto riesgo, a pesar del denodado esfuerzo que su personal realiza cada día para proteger las vidas de tantos niños que les son confiados. Pero la cuota fundamental de responsabilidad allí es del gobierno pues se trata de un hospital público.
Abraham había llegado de Cúa, en los Valles de Tuy, población situada a poca distancia de Caracas. Llegó al hospital con insuficiencia renal a los 21 días de nacido. Periódicamente era llevado a chequeos y tratamiento. Pero no quería volver y era lógico: había visto morir, uno a uno, a sus amiguitos también enfermos.
“En el hospital – escribió un dirigente de la democracia venezolana hoy exiliado en el exterior- que otrora fue bandera continental de modernidad y eficiente atención a niños enfermos; hoy no cuenta siquiera con un laboratorio para hacer el más elemental examen de sangre. Los familiares de los niños allí hospitalizados tienen que llevar todo lo requerido, incluidos medicamentos y tienen que pagar en laboratorios privados el 100% de los exámenes, lo que en medio de la brutal crisis que hoy afecta al pueblo venezolano, ese pago se hace imposible y abre camino a la muerte”.
Y remató con una gran verdad: “Que los hospitales de un pueblo no sirvan es una desgracia, que el hospital de niños no exista es una tragedia”.
Somos más los que queremos vida
Ni siquiera eso es lo más grave. Lo es el hecho de que, producto de la normalización de la cultura de la muerte, estos sucesos van formando parte de una cotidianidad que pareciera ir anestesiando las conciencias. Hace décadas, la muerte de un niño en Venezuela era algo que la comunidad sentía profundamente; y si ella ocurría como resultado de la negligencia, el escándalo era de proporciones.
Hoy, a cada rato, la noticia es la muerte de niños en nuestros hospitales, por nacer, nacidos o enfermos. Es constante. Pero ello ya forma parte de un paisaje por el que transitamos sin que nos haga “ruido”. Es el peligro de una sociedad que va invisibilizando lo que no le conviene o no resiste asumir, ante la impotencia por no poder cambiar el curso de las cosas.
Abraham es uno de tantos niños que se nos han ido y su historia debe mantener la bandera de la vida izada, como él lo intentó hasta que sus fuerzas cedieron. Las nuestras, que aún conservamos, debían servir para sacudirnos.
Defender la vida
En países vecinos, la gente lucha contra el aborto, la eutanasia y otros flagelos que una pretendida modernidad impone. El tema en Venezuela es que la muerte no se debate en legislaturas o parlamentos. Es el resultado de un día tras día donde la pobreza, la desidia estatal y la indiferencia de una dirigencia errática y una sociedad exhausta van marcando el paso hacia una dimensión donde la muerte no es “ley de vida”, sino arbitrario decreto de un abandono-de un descarte, como diría el Papa Francisco- que ya no puede clamar a otra instancia más que al Cielo.
“Si tenemos sangre en las venas, no podemos quedarnos indiferentes, alcemos la voz, hagamos sentir que somos más los que queremos justicia y vida”, culmina el escrito referido.
Y es cierto, somos más, muchos más los que respetamos la vida pero una especie de fatídico acostumbramiento gravita sobre esta tierra. Y es esa opción por la vida lo que debemos activar, en preventivo entrenamiento para otras duras batallas que nos han de llegar y que hoy tienen a otras naciones empleadas a fondo en la defensa de la vida.
Es la tarea que nos han dejado todos los Abrahams cuyo testimonio de resistencia y valor debe ser inspiración para compromisos mayores. Un testimonio, al fin y al cabo, hermoso porque reforesta el espíritu en medio de la aridez de estas historias que, no obstante, debemos contar.