«Estamos llegando al fin de una civilización, sin tiempo para reflexionar, en la que se ha impuesto una especie de impudor que nos ha llegado a convencer de que la privacidad no existe». (José Saramago)
Hace unas décadas, la intimidad presentaba una importancia nítida que defendía con barreras infranqueables el espacio del alma solo dedicado a los más cercanos y de confianza.
Si preguntamos a nuestros abuelos, nos dirían que ciertas cosas referentes a los problemas o situaciones familiares, personales, de salud, de economía, situaciones difíciles, apenas se dejaban entrever o airear entre gente ajena al círculo de amistad.
Poco a poco y sin apenas darnos cuenta, hemos cesado de proteger esos espacios para exponerlos a golpes de “likes”, “me gusta”, exclusivas, reality show. Hoy en día, es algo totalmente normal “lavar los trapos sucios” fuera de casa, el espacio público donde los demás, bien sean conocidos, oyentes o seguidores, puedan opinar, comentar, criticar y juzgar.
Me parece totalmente paradójico que el mundo busque continuamente el individualismo y el cuidado de sí mismo por encima de todo, pero pocos cuidan la intimidad de su ser, con sus heridas y alegrías.
Una habitación propia
Últimamente, varias personas me han sorprendido con una misma reflexión sobre las familias numerosas: ahora tus hijos son pequeños y pueden compartir habitación. Pero llegará un día en que quieran su propio espacio y no es justo que no les permitas tener su propia intimidad. Estas personas se refieren a esa zona privada, la habitación, donde existe un límite con el exterior, donde tenemos nuestro territorio que nadie puede invadir. Sinceramente, me deja perpleja esa necesidad de reserva en espacios habitables cuando muchos de nuestros jóvenes no son capaces de poner un límite a lo que publican en las redes sociales. Y no me refiero solo a aspectos de su vida privada, que puede resultar peligroso en caso de personas delictivas, sino a aquellos aspectos en los que es verdaderamente importante que no nos dejemos invadir por personas ajenas.
Quizás, el mayor enemigo actual de la intimidad sea la despersonalización de la sociedad. Pues el respeto a la intimidad necesita de una verificación del otro como un ser precioso y con una dignidad humana. Algo que está muy lejos de la cosificación actual a la que está sometido el ser humano.
La venta de la intimidad está haciendo que proliferen una serie de afecciones que, por desgracia, son cada vez más frecuentes en la sociedad:
-Ansiedad o depresión por no haber sabido trazar una línea clara entre nuestra vida pública y privada. Sensación de frustración o preocupación.
-Hostilidad o agresividad hacia los que nos rodean. Fatiga y estado de alerta constante.
-Reivindicación cada vez mayor de derechos inexistentes (que son más bien deseos) y de espacios físicos virtuales donde recrear nuestro individualismo.
-Resignación y negatividad.
La mirada verdadera
Ante todo esto, en primer lugar, se necesita algo de sentido común. Respecto a las redes sociales, es necesario pensar al menos un par de segundos en lo que vamos a publicar antes de lanzarte. Pensemos por un momento a quién y con qué fin vamos a contar nuestras intimidades antes de confiarnos. Nuestra intimidad vale mucho, pensémoslo detenidamente.
El menospreciar nuestra intimidad puede hacer que la desesperación se haga dueña de nuestra alma hasta vernos inmersos en un desencadenamiento de inexplicables aberraciones. Pues si vendemos nuestra intimidad, destruimos nuestro quién y demolemos nuestro yo.
Es muy necesario tener una mirada verdadera sobre el valor de nuestro yo. Porque sólo una mirada así es capaz de obligarnos a distinguir más allá de nuestras acciones, admitiendo una vinculación profunda entre nuestra realidad y el autor de la vida, Dios.
No hay nada mejor que cuidar nuestra alma para poder encontrar un sentido pleno a nuestra vida.