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Es mi vocación primera ser oveja. Pero no me gusta. Me siento a veces oveja rebelde. Cuando me alejo por los caminos porque pienso que lejos voy a ser más feliz, o más libre, o más pleno.
Pero luego me voy lejos y me pierdo. Me olvido del redil, del resto de las ovejas. Es tan fácil perder la comunidad como referencia...
Me olvido de lo fundamental: no estoy solo en este mundo, no camino solo. Camino unido a muchos corazones.
La decisión de alejarse
En ocasiones me olvido de los que han dejado huella dentro de mi alma. A veces son las heridas las que me alejan.
En otras ocasiones son los desprecios que sentí, o vi, o interpreté. Me hace tanto daño interpretar las cosas...
Leo algo y lo entiendo al revés. Veo algo y creo que hay ciertas intenciones ocultas. Tengo expectativas que los demás no cumplen. Me duele el alma por dentro.
Y me alejo del rebaño, de mis hermanos, de mis hijos, de mis padres, de mis amigos. De los míos, de los que me han formado, de los que me han acompañado o a los que yo he acompañado.
Raíces que me hacen grande
Ser oveja es ser rebaño. Es ser parte de un grupo, de una comunidad. Pero tiemblo cuando creo que no pertenezco a nadie, o a nada.
No soy de ningún sitio. He perdido mi acento o mis raíces. Y surge en mi alma la pregunta. ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo?
No me importa tanto el origen sino el lugar en el que echo mis raíces. Sí me importan las raíces que llevo desde niño. Mi historia llena de rostros concretos.
Tengo tanto que agradecer... Pertenezco a una historia comunitaria, a una familia. Y me siento en deuda por todo lo recibido.
Necesito que me recuerden quién soy
No quiero alejarme del grupo que me constituye, que me da paz y alegría. Perdido por los caminos necesitaré un pastor que salga a mi encuentro.
Alguien que se preocupe por mí y le dé miedo que me aleje. Alguien que me llame cuando huya. Que insista cuando yo desisto. Que me recuerde quién soy cuando yo lo haya olvidado.
Necesito un pastor de espaldas anchas que aguante mi peso, mis molestias, mis esfuerzos por bajarme de su altura. Porque no quiero regresar.
No amé tan bien
Tenía miedo pero me sentía en paz. ¿Volverán a quererme aquellos a los que herí? ¿Amarán mis disculpas los que se sintieron ofendidos?
Porque mi amor no fue perfecto aun cuando yo a veces sentía que era mejor que otros, más noble, más veraz.
Pero también yo me olvidaba del amor y del acento de mis hermanos. Los rechazaba como ajenos o construía barreras en lugar de puentes.
Al volver todo encaja
Irme del rebaño es fácil, volver es más complicado. Alejarme del pastor es sencillo, sentir que estoy sobre sus espaldas es un peso.
Es sentir que su perdón supera mis expectativas, y su miedo a perderme. ¿Acaso necesita sentir mi peso sobre sus hombros para ser feliz?
La oveja hace al pastor. Y el pastor sin oveja no es nada. No lo había pensado. Lo mismo que el padre sin hijos no es padre y el hijo sin un padre no puede ser niño, se endurece, se vuelve hosco y distante, siempre a la defensiva.
El amor se reconoce
La oveja conoce la voz del pastor:
El hijo sabe quién es su padre. Reconoce el nombre pronunciado por sus labios, como María Magdalena al escuchar su nombre en labios del resucitado.
Hay un tono de voz que es el del amor. Una forma de decir las cosas que habla de intimidad.
No es necesaria la firma en un regalo, basta con poner una frase que hable de la intimidad que une a las dos personas. Una clave, una palabra, un tono, un gesto.
El pastor tiene su forma de llamar a la oveja y ella lo reconoce. Como Jesús hacía con los suyos, les recordaba quién era en el tono y en la forma cómo los llamaba, cómo los amaba.
La paradoja de pertenecer a alguien
La oveja sin el pastor está sola e indefensa. Necesito tener raíces y sentir el amor del pastor que cuida mis pasos.
Porque desde los hombros del pastor la vida resulta mucho más fácil. Ahí no alcanza el lobo ni acechan los peligros.
Desde la altura del pastor me siento protegido y al mismo tiempo indefenso. No puedo huir y me duele quedarme. ¿Qué será de mí dentro del rebaño?
Me gusta pertenecer. No me gustan las exigencias de la pertenencia. Igual que me gusta el amor y no las exigencias veladas que representa el amado.
Quiero mi libertad sin pertenencias, pero cuando más huyo lejos de mí mismo, de los míos, de mi sangre, de mi tierra, de los que amo, más infeliz soy, más duro se vuelve mi corazón y más perdido estoy en medio de la vida.
¿No necesito a nadie?
Siento vocación de oveja y al mismo tiempo quiero ser lobo. Mi orgullo me dice que siendo lobo no necesitaré pastores, ni cuidados, seré fuerte y podré defenderme yo mismo.
Nadie se atreverá a tocarme. Tendré palabras para desarmar a cualquiera. Pero viviré a la defensiva, defendiéndome de los que me amen. Me pondré una coraza para que nadie de nuevo pueda herirme.
La paz del hogar
Cuando me sé amado por Dios, por mi pastor, por las personas concretas que Dios pone en mi vida oleré la paz del hogar.
Sabré que la sangre me une a los que amo. Y entonces no viviré con miedo sino en casa, no viviré temiendo malas noticias.
Confiaré y no temeré. Y la paz será el adorno de mi alma.
La paz de saber que tengo un rebaño, un redil, un pastor, una casa, una tierra en la que mis raíces busquen las aguas profundas.