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“Los doce apóstoles” franciscanos y la semilla de la Nueva Evangelización

DOCE APOSTOLES
Jaime Septién - publicado el 14/10/21
Los primeros en hablar del Redentor de los hombres a los naturales de tierras mexicanas fueron el conquistador Hernán Cortés y el sacerdote mercedario que acompañó su expedición y conquista de la que sería llamada Nueva España, Bartolomé de Olmedo.

La caída de México-Tenochtitlan, en agosto de 1521 propició una serie de cartas y peticiones de Cortés al emperador Carlos V para que enviaran, con carácter de urgente, misioneros a México, sacerdotes preferentemente de las órdenes mendicantes que apoyaran en la evangelización de los pueblos conquistados.

Tres frailes franciscanos fueron llamados desde Bélgica para empezar a trazar el camino del Evangelio en la Nueva España: fray Juan de Aora, fray Juan de Tecto y fray Pedro de Gante. Este último, no obstante tener bases poco firmes del castellano ni, mucho menos, del náhuatl, dedicó su vida a la enseñanza y es considerado el primer maestro del Nuevo Mundo.

Sin embargo, como escribió el sacerdote e historiador mexicano José Gutiérrez Casillas, “ni estos primeros franciscanos, ni los primitivos capellanes del ejército español puede decirse que fueron en pleno sentido de la palabra los fundadores de la Iglesia mexicana. Tal honor cupo a la misión de doce frailes enviados por el Papa Adriano VI”.

Estos doce frailes, más tarde conocidos como “los doce apóstoles” de la conquista espiritual de la Nueva España, tras un azaroso y difícil viaje por el Océano Atlántico (en aquel entonces duraba meses y estaba expuesto a toda clase de vicisitudes) llegaron a Veracruz (San Juan de Ulúa) el 13 de mayo de 1524.

Encabezados por fray Martín de Valencia –primera autoridad eclesiástica que llegó a México—los otros once frailes franciscanos fueron: Francisco de Soto, Martín de la Coruña. Toribio de Benavente (después apodado por los indígenas “Motolinía”, por su apego a los pobres), Luis de Fuensalida, Antonio de Ciudad Rodrigo, Juan Suárez, García de Cisneros, Juan de Ribas, Juan de Palos y Andrés de Córdoba.

Todos ellos exhibieron, durante su vida en el recién conquistado territorio para la Corona española, un celo misionero y apostólico que –entre otras cosas—los llevó, en ese mismo año de 1524, quizá a inicios de 1525 (las fechas no suelen ser tan exactas) a enfrentar a los sabios del universo de los aztecas en unos “coloquios” memorables.

En estos coloquios (recogidos por fray Bernardino de Sahagún, apoyado por sus alumnos del Colegio de Tlatelolco a mediados del siglo XVI) pusieron las bases de la nueva evangelización, haciendo entender a los sabios indígenas quién era el Dios verdadero, el “Dios por quien se vive”, que siete años más tarde, aquel 12 de diciembre de 1531, la Virgen de Guadalupe mostró a san Juan Diego en la colina del Tepeyac.

“Los doce” tenían por consigna “recuperar” para el Evangelio las nuevas tierras descubiertas por Cristóbal Colón tras las reformas luteranas que habían hecho perder a la Iglesia partes fundamentales de Europa. Sin embargo, no lo hicieron (como la “leyenda negra” afirma) con la violencia y la imposición de los arcabuces, sino con la fuerza del propio Evangelio y su testimonio de pobreza y servicio a los indígenas.

Les apremiaba salvar almas para Cristo, toda vez que el Nuevo Mundo representaba, para ellos, un anuncio del final de los tiempos. Querían crear un cristianismo ejemplar, que preparara el “millenium” que antecede al reino de Dios. Mientras Europa se desgajaba por la reforma protestante, América era la esperanza de un “nuevo canto al Señor”.

La visión franciscana de la historia, “en la que cada suceso, lejos de ser un accidente, es un eslabón en el plan de la providencia”, establece que todo lo sucedido en el Nuevo Mundo estaba “previsto por Dios y anunciado por sus profetas”, según lo apunta Elsa Cecilia Frost en un libro fundamental: La historia de Dios en las Indias.

En consecuencia, los misioneros tenían el deber de llevar a los indígenas a la salvación, liberándolos del culto a sus dioses, enseñándoles que los sacrificios humanos y todas sus idolatrías eran posesiones del demonio. Que Cristo, con su sangre, ya los había redimido, pues ellos eran también hijos de Dios.

Otro franciscano, fray Jerónimo de Mendieta veía en los naturales un ejemplo de humildad, respeto, obediencia, mansedumbre. “La paciencia de los indios es increíble… En la paciencia y conformidad con la voluntad de Dios con que mueren, quisiera alegrarme…”.

El diablo los había tomado por su inocencia. El Evangelio hará que surja un pueblo que compense lo que Europa perdió con la irrupción de Lutero. La nueva cristiandad será posible y, con ella, el fin de los tiempos. Todos seremos uno con Cristo.

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