En un mundo como el que estamos viviendo que hace aguas por todas partes, Eliot nos ofrece la imagen devastada de un tiempo exhausto, agotado y caduco que nos invita a permanecer en silencio suplicante, como cuando visitamos los campos de concentración de Auschwitz.
Europa vuelve a estar, de algún modo, en línea con el espíritu abatido y fragmentado de los días en que Eliot escribió estos versos. Cuando asistimos al derrumbe de toda una civilización que se ha olvidado de todos los dioses excepto de la usura, la lujuria y el poder, los versos de Eliot constituyen un revulsivo:
Toda una revelación que cobra hoy pleno sentido como desgarro, como crítica a una Modernidad que reniega de su tradición, cuyas raíces no pueden dar fruto sobre un mundo maloliente y vacío de sentido. Las sombras cubren y enlutan la esperanza, pero el hombre contemporáneo vive de ellas: de la fe en el progreso, de la huida del mundo en pos de nada, del dolor que nos perturba y no entendemos, de la sequía del corazón que busca sin querer encontrar, del ansia de poder, de la mentira que es nuestra casa y nuestro rostro…
Eliot fue un hombre profundamente religioso que vivió el drama de un siglo convulso por el desencanto y el dolor de una generación marcada por la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, se movió entre las dudas por el devenir del tiempo y el grito esperanzado por construir mundos nuevos en los que el individualismo y el culto al “yo” no tuviera la última palabra, sino más bien el hambre de pertenencia y de participación comunitaria en el gran Cuerpo de Cristo.
Eliot supo describir la fe de su tiempo en otra gran obra, Los Coros de la Piedra, fiel retrato de la situación por la que atravesaba la fe de la Iglesia; y contrastada con el juicio de una Modernidad que ha perdido el tesoro de la tradición de la Iglesia (la piedra), preocupada únicamente por el progreso, donde los hombres luchan unos contra otros por la conquista del poder. Una tierra baldía que ha sustituido el amor de unos por otros por la ficción -hoy diríamos por la virtualidad-, por una huida de la realidad carnal y comunitaria para instalarse en el vacío, en el nihilismo de un tiempo que carece de principio y fin, poblado de hombres “ocupados en proyectar el refrigerador perfecto”, “en elaborar una moralidad racional”, “en conspirar por la felicidad y en tirar botellas vacías/ volviendo de la vaciedad al entusiasmo febril/ por la nación o la raza o lo que llaman humanidad”.
Si nadie necesita ya ser bueno, si la búsqueda de la felicidad se hace en contra de uno mismo y de su origen, si el mantra de “sé positivo” oculta el verdadero engaño del hombre, ¿qué hacer? ¿cómo construir un mundo nuevo?; es la invitación que nos brinda Eliot. Una gran pregunta para el hombre contemporáneo, pues “si la sangre de Mártires ha de correr por los escalones/ primero debemos edificar los escalones”.
Sin embargo, seguimos vacíos y desiertos, llenos de sombras que creen dirigirse a la luz pero la evitan, “siempre luchando, siempre reafirmándose, siempre reanudando la marcha por el camino iluminado por la luz; a menudo deteniéndose, vagueando, perdiéndose, retardándose, volviendo, pero sin seguir otro camino (…)”.
¿Queremos realmente construir un mundo nuevo o preferimos seguir en la mentira y en “la tiniebla sobre la faz del abismo”? Imágenes falaces, autodestrucción y autoengaño, huida de Aquel que puede salvar toda evasión del tiempo y del espacio en un solo destello, dándole significado con un sencillo Fiat por el que dejemos entrar al Misterio a través de una leve grieta de nuestra humanidad.
“Pero el hombre que es seguirá como una sombra / al hombre que finge ser”. “Y el Hijo del Hombre no fue crucificado de una vez por todas, / la sangre de los mártires no fue derramada de una vez por todas / las vidas de los Santos no fueron entregadas de una vez por todas (…). Y si ha de ser derribado el Templo/ primero tenemos que edificar el Templo”.
Para ello, hay que aceptar que el camino está manchado de sufrimiento, que el drama de la vida es un drama histórico y compartido, que no se nos ahorra, que la verdadera aventura es que el dolor fructifique en una luz nueva, en un reverdecer del alma y del corazón para que no lleguemos “a un fin sin salida removido por un chisporroteo de vida” y acabemos “en la marchita mirada antigua de un niño que ha muerto de hambre”. No dejemos morir de hambre al niño, alimentemos nuestro mundo con lo único con que es posible construirlo: la verdad, la belleza y el bien.
Eliot, en Septiembre de 2021, más presente que nunca.