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El 14 de abril de 1931 se proclamaba en España la Segunda República. La familia real debía salir cuanto antes de su país si quería sobrevivir.
Solamente a una mujer de la realeza se le permitió, incluso se le pidió, que permaneciera en su patria. Tal había sido el cariño que había grabado en sus corazones.
Esa mujer, entonces ya una anciana de casi ochenta años, era conocida popularmente como “La Chata” y había dedicado su vida a la corona y a su pueblo que la recordaría siempre como una de las princesas más amables y solidarias de la historia de España.
Isabel de Borbón y Borbón viviría muchos de los convulsos acontecimientos que someterían a los españoles a guerras y revoluciones.
Había nacido el 20 de diciembre de 1851 y podría haber sido reina, pues era la hija primogénita de Isabel II. De hecho, fue Princesa de Asturias en dos ocasiones, la primera, desde su nacimiento hasta 1857, cuando llegó al mundo su hermano, el futuro Alfonso XII.
En aquellos primeros años de vida, la princesa era conocida como la futura Isabel III, "la nueva reina católica", por aquellos que veían en ella una figura de estabilidad política.
Como posible reina, Isabel fue educada en palacio por importantes miembros de la corte. Entre sus mejores confidentes se encontraba la marquesa de Calderón de la Barca, Frances Erskine Inglis, una mujer cosmopolita, viuda de un diplomático español. Había tenido una larga y apasionante vida en México, siguiendo los pasos de su marido, Ángel Calderón de la Barca.
En 1868, Isabel aceptó el matrimonio que su familia le había concertado con Cayetano de Borbón-Dos Sicilias, conde de Girgenti e hijo del rey de las Dos Sicilias, Fernando II.
Después de las celebraciones nupciales en Madrid, la pareja se marchó a disfrutar de una luna de miel que terminaría convirtiéndose en un exilio forzado. Ese mismo año, la Revolución Gloriosa derrocaba a la reina Isabel II.
Instalados en Suiza, Isabel de Borbón y su marido se enfrentaron a la dura situación de perder a su hijo tras un aborto espontáneo sufrido en 1871. Este hecho afectó profundamente a la salud mental de Cayetano quien ya sufría constantes episodios de epilepsia. Poco tiempo después de la muerte de su hijo, se suicidaba.
Aquellos debieron ser tiempos muy duros para la princesa Isabel que soportó todos aquellos golpes del destino con cristiana resignación.
Tras la dramática desaparición de Cayetano, se trasladó a vivir con el resto de la familia real a París donde trabajó intensamente en la educación de su hermano al que ayudó a prepararse como futuro rey de España.
En 1874, con la Restauración Borbónica, regresaba a casa. La proclamación de Alfonso como rey, la situó de nuevo en la primera línea de la sucesión al trono y volvía a ser nombrada Princesa de Asturias, título que mantendría hasta el nacimiento de su sobrina, María de las Mercedes, en 1880.
Cuando Isabel regresó a España, lo primero que hizo fue encargarse de la organización de la beneficencia en todo el país. Isabel fue presidenta de la Junta de Señoras de Beneficencia, fundada en 1875.
También se encargó de supervisar la educación de sus hermanas pequeñas además de promover el arte y la cultura.
Durante los siguientes años de su vida, continuó estando al servicio de la corona, realizando infinidad de viajes de estado en España y el extranjero, siendo uno de los más importantes el que realizó a Argentina con motivo del centenario de su independencia.
Pero sobre todo, la vida de La Chata se centró en ayudar al pueblo al que se sintió siempre muy cercana. Y el pueblo la sintió como una de las personas más buenas de la familia real.
Principalmente en Madrid y en la localidad segoviana de la Granja donde pasaba largas temporadas en su hermoso palacio real, Isabel realizó también obras de caridad a lo largo y ancho del territorio español, labor que le valió el Gran Cruz de la Beneficencia en 1928.
Pero el mayor premio fue sin duda el cariño de quienes recibieron su ayuda. Su carisma la llevó a acercarse a los hombres y mujeres necesitados y a implicar a la nobleza y la aristocracia en sus muchas obras de caridad siguiendo su propio ejemplo.
Isabel escuchaba en audiencia los problemas de la gente y ella misma acudía a sus hogares para llevar comida, limosna o juguetes. Fue presidenta de un gran número de organizaciones benéficas y caritativas.
Pero lo más importante era que Isabel se convirtió en una figura cercana, que hablaba con todo aquel que quería explicarle su historia y compartir con ella sus tribulaciones.
Isabel de Borbón organizaba eventos solidarios, conciertos benéficos y hacía todo tipo de obras de caridad.
Cada 28 de agosto, en la fiesta de San Agustín, acudía a la ermita de la Granja de San Ildefonso, a la conocida como la Misa de la Pera, en la que se regalaba una pieza de esta fruta a todo aquel que participaba en la celebración religiosa. Una tradición que algunos historiadores le atribuyen a ella.
Aquella vida de entrega a los más necesitados caló en los corazones de muchas personas que, a pesar de haber apostado por la república y derrocar a la monarquía, no quisieron alejarse de ella. Fue la única persona de la familia real a la que se le permitió permanecer en España, gesto que declinó.
Una anciana Isabel de Borbón inició un penoso viaje en tren rumbo a París donde se instaló en el convento de Auteuil. Allí falleció a los pocos días, el 23 de abril de 1931.
Enterrada sin ningún honor en el cementerio parisino de Père Lachaise, años después, en 1991, durante el reinado de Juan Carlos I, sus restos regresaron a España.
La Chata, la princesa que amó sinceramente a su pueblo, descansa en la Colegiata de la Santísima Trinidad del Palacio Real de la Granja, en Segovia, donde tantos momentos felices pasó a lo largo de su extensa y azarosa vida.