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Llega la vuelta al trabajo y a las obligaciones que de nuevo nos trae el calendario, el colegio de los niños o la rutina de la vida familiar. ¿Por qué tantas personas viven lo que se conoce como “síndrome posvacacional? ¿Por qué nos afecta tanto el fin de las vacaciones?
Es cierto que vivimos en un tiempo incierto y que todo lo que suponga hacer un parón en la vida rutinaria lo celebramos como una especie de paraíso, más imaginario que real, sobre lo que nuestro corazón desea, que es la eternidad.
No en vano empezamos esos días de descanso pensando en la cantidad de cosas que vamos a poder hacer y que los acabamos siempre diciendo que apenas nos ha dado tiempo a nada. Las vacaciones son cortas, se acaban pronto, como todo lo bueno.
Sin embargo, las vacaciones, tal y como las entendemos en nuestra cultura occidental, solo pueden confrontarse con una noción de trabajo que es liberal y que hunde sus raíces en la revolución industrial. En ella, el trabajo mismo queda desvirtuado por la alienación del trabajador en manos -como diría Marx- del dueño de los medios de producción, que se convierte en dueño de nuestro tiempo; de un tiempo que vampiriza porque no es suyo y lo tiene que absorber de otros.
Solo desde aquí cobran sentido muchos de los derechos asociados al trabajador, entre ellos el derecho a un merecido descanso en verano.
Es como si quisieran, tras robarnos el tiempo y la santa libertad del ocio; compensarnos con migajas para tapar el enorme engaño que este mundo voraz, industrializado, tecnológico y esclavo de la producción sin más, ha causado en nuestras creencias.
Así visto, las vacaciones aparecen como una huida de la rutina que supone el ganarse el pan de cada día; una huida de las inclemencias de un tiempo que no deja resquicio a la esperanza sino inventando mundos nuevos que nos hagan olvidar la angustia que produce saber que no podemos robarle tiempo al tiempo, como dice la canción de Café Quijano.
El arte, la literatura, la música, nos abren un abismo infinito entre lo que somos y lo que deseamos y ponemos nuestra esperanza en esa capacidad de subcreación que acaba haciendo más intensa la frustración y la necesidad de huir del presente, de un mundo que ya entendemos como hostil a nuestro deseo de luz, de tiempo robado, de vida.
Sin embargo, no parece razonable pensar que el concepto mismo de trabajo se haya empobrecido tanto que haya que recurrir a desgranar por qué el fin de las vacaciones lleva a tanta gente a la depresión, al síndrome posvacacional, a la ansiedad o al desánimo, cuando no a la amargura por empezar de nuevo algo que por sabido no nos saciará.
No será nuevo, como decía mi madre cuando me exhortaba: "oye, que tú no vas a hacer papeles nuevos”, trágica expresión que se entrega sin más a una vida de supervivencia, de repetición, a un trabajo rutinario sin sentido cuando no a una existencia entera inscrita en la nada ya instalada en nosotros.
Desde esa visión pobre del trabajo, solo tienen vacaciones aquellos que no son dueños de su tiempo ni de su vida.
Es difícil decirle a un agricultor que deje de observar lo que la tierra le reclama, cuyo ocio se incardina en las estaciones, en los tiempos y en las tareas que el campo le requiere.
También el ganadero o pastor, cuyo ocio está tan unido a la contemplación de su ganado en el valle abierto al azul del cielo, que no considera que pueda disfrutar de mayor belleza que en esas horas entregadas a su quehacer, aunque vivido con mucho sacrificio.
Menos aún tienen vacaciones las madres y padres. ¿Pueden acaso las madres dejar de atender a sus hijos en verano, dejar de hacer las tareas de limpieza? ¿Acaso pueden dejar de cocinar salvo en fugaces momentos en los que otros (con gran sentido maternal también) cocinan para ella y su familia en un restaurante?
¿Puede el tiempo dedicado al consumo voraz eliminar la vocación del verdadero “neg-ocio” que siempre es el cuidado, piedad y amor por aquello que se nos ha encomendado?
El cuidado de la realidad, sea la tierra, los animales o la prole, no es misión que se le haya dado al hombre para unos días o para los ratos de aburrimiento en los que negamos la realidad presente inventando otra. Dicho cuidado se encuentra en el origen mismo de una naturaleza humana que nunca está dividida, ni en el tiempo ni en el espacio.
¿Quién puede concebir las vacaciones como una huida de la rutina sin perder con ello el sentido mismo del descanso, o del trabajo como expresión de entrega del ser humano, que alberga todo corazón incluso en vacaciones?
Yo, madre, no he dejado de serlo ni un solo día, ni un solo minuto, y he leído, he escuchado música, he contemplado la naturaleza, he visto algunos monumentos, pero todo ello no es sino reflejo de la sobreabundancia de la realidad, porque solo ella nos da el ciento por uno capaz de acogerlo todo, incluso aquello que inventamos.
Quizás entonces el verdadero descanso no resida solo en poder leer un libro o ir a un museo o pasar el mes en la playa sin hacer nada, desde la pretensión de olvidarnos de los sinsabores, concreciones y dolores que nos atormentan, sino en darnos cuenta de que este mundo y no otro, esta vocación que nos llama a darnos sin tregua, no tiene paréntesis, no es una fuga del tedio de la vida, sino que el verdadero trabajo vivido así es vacación y vocación: la contemplación de este mundo como una desproporción entre el límite y la gracia.
Por ello toda belleza, como toda herida, inscrita en la verticalidad del tiempo por vivir, es la que ofrece el verdadero descanso y esperanza al corazón cuando se contempla a la luz de la eternidad con la que disfrutamos cada instante, porque existe Alguien cuya vacación fundamental es su trabajo: el Amor infinito a cada uno de nosotros.
Y nosotros, también en vacaciones, buscamos Su abrazo, en las cosas y en las personas, en lo que hacemos y en lo que no. Siempre Le buscamos.